Sobre el placer de hablar con cualquiera

España · PaginasDigital
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27 noviembre 2013
Con todo el riesgo que supone una confesión (porque en realidad lo va a ser), quiero narrar un hecho que me ocurrió y que sigue ocurriéndome. Me lo inspira la pregunta final del manifiesto que suscribe la Asociación Universitas ante un desmán violento ocurrido en la Universidad Complutense de Madrid en noviembre de 2013.

Con todo el riesgo que supone una confesión (porque en realidad lo va a ser), quiero narrar un hecho que me ocurrió y que sigue ocurriéndome. Me lo inspira la pregunta final del manifiesto que suscribe la Asociación Universitas ante un desmán violento ocurrido en la Universidad Complutense de Madrid en noviembre de 2013. En el párrafo final, los redactores reorientan la explicación de una manera poco habitual. Recuerdan la experiencia de una estudiante que un día conoció en el campus de Somosaguas, cabe Madrid, a otra estudiante que había tomado parte en un suceso parecido (digo de los de la violencia). No explica de qué hablaron. Sólo comenta que ella le dijo que su pertenencia a la Iglesia –se supone que su modo concreto de vivir perteneciendo- constituía para ella una experiencia inconfundiblemente liberadora. Un par de años después, volvieron a encontrarse y le sorprendió que su compañera activista recordase aquella conversación y –se desprende- naciera entre ellas una comprensión mutua o, mejor, una estima. En el manifiesto aparecen un par de casos más –que abocan a lo mismo- y la pregunta final es ésta: “Este es el reto: ¿puede nuestro ideal comenzar este diálogo con cualquiera?” Esta claro que sí. Querría solamente subrayar un par de cosas: una –capital- que cualquiera es cualquiera, sin añadidos ni condicionamientos que valgan. Cualquier es, por ejemplo, el testigo de Jehová que nos aborda y da la vara.

Lo segundo es que, si es cualquiera realmente, puede surgir en cualquier parte. Hace años, bajaba yo de la cima de un monte y me topé con alguien que subía. Comenzamos a hablar y descubrí a una persona que vivía la experiencia del montañismo de una forma profunda. Sólo que la interpretaba sobre lecturas de Ramón Punset. Un disparate, claro. Se llamaba Ángel. Me dijo muchas cosas y, de la mano de Punset, me explicó que todo lo que nos rodeaba –el monte (para él, “La Naturaleza”- le llegaba y llenaba más que cualquier religión. No me dejaba intervenir en la conversación (no porque no quisiera, sino porque hablaba de una manera torrencial, a borbotones). Cuando mencionó lo religioso, hice un brevísimo comentario que entró en su soliloquio como la cuña de un anuncio radiofónico: “Usted está más cerca de Dios de lo que cree”. Y él siguió con lo suyo. Al cabo de una hora –no exagero-, en la que no pude decir casi nada, nos despedimos. Me pidió que fuera a tomarme un té con él al pueblo donde trabajaba como “mantenedor” de una empresa. Y, durante unos diez años, cada vez que pasaba cerca de allí, lo recordaba y me dejaba llevar por la comodidad de no reanudar una conversación que me había quitado una hora de disfrute.

Llegué a tener mala conciencia, la verdad. Pero la soporté durante una década (y miren que una década da de sí para tener mala conciencia). Habrían pasado diez años –o así- cuando, en el mismo monte, me adelantó un hombre maduro, que corría sobre la nieve como quisiera uno correr. Le dije adiós y no me respondió. Iba a lo suyo –subir rápidamente- concentrado de forma que no podía oír, me figuro. Pues bien, yo no había llegado aún a la cima cuando él bajaba. Y, claro, cuando uno baja, es más fácil distenderse y sonreír y hasta saludar al que sube. Me empezó a hablar. También este hombre hablaba a borbotones. De pronto, menciono el tao. Sí, como suena, el taoísmo. Le dije “Ángel”. Él, raudo: “¿De qué me conoce?” Era él. Pero no se acordaba ni de mí ni de aquella conversación. El suyo fue otro soliloquio. En un momento dado, mencionó a Dios. Metí mi cuña: “Cuando nos conocimos, algo hablamos de Dios”. Y, entonces sí, con la misma rapidez, preguntó: “¿Fue usted?” Llevaba diez años pensando por qué aquel barbas le habría asegurado que él estaba más cerca de Dios de lo que creía. Buscando a Dios, había abandonado a Punset –claro- y andaba por el tao. Tuve –otra vez- mala conciencia. Lo había abandonado a la búsqueda a la que yo mismo le induje.

Así que comencé a salir con él al monte. Me pidió que, por eso del tao, fuera “su maestro”. Lo intenté sólo el primer día, ¡torpe de mí! Llevamos otra porción de años de soliloquios y cuñas. Eso sí, ya no me hace falta decirle que está más cerca de Dios de lo que él cree. En realidad, tengo la sensación de que está más cerca que yo, aunque no vaya a misa. Un día me preguntó por qué salía al monte con él y le dije la verdad. “El primer día, llegué a la conclusión de que tú no necesitabas un maestro, sino alguien que te escuchara. Y en eso estoy”. Comentó sonriendo: “¡Qué bonito!” Y ahí andamos (por el monte). No sé cómo acabará todo esto. Ahora ya lee a Jung y a santa Teresa. Pero eso es cosa del Espíritu y yo no voy a enderezarlo por muchos tés que nos tomemos y por cuñas que meta, monte arriba. Ya somos, claro es, buenos amigos –casi íntimos, se puede decir- y a mí me ha graduado –sin saberlo- como perito en mantra.

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