Sin prueba alguna

Editorial · Fernando de Haro
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4 diciembre 2022
En un mundo con tantas desconfianzas los vínculos sociales ayudan a recuperar la confianza en la capacidad que tiene la razón y la emoción de distinguir lo verdadero de lo falso.

La partida se ha acabado. O eso parece. Después de que Musk haya entrado en Twitter, se ha desatado el caos. Los anunciantes se fugan en masa y la dirección de la compañía, para intentar evitar la pérdida de sus clientes, rebaja los precios. El imperio de Zuckerberg pierde miles de millones de dólares, el metaverso no funciona bien. Se  busca el modo de “monetizar” WhatsApp. Crisis en las redes sociales. Ya veremos si cambian. En realidad ya se ha producido una transformación  vertiginosa.

Antes de que estallara Facebook nació Six Degrees que se lanzó en 1997 y que no tuvo éxito. Hasta la aparición de Twitter en 2006, las redes eran social networks, una forma de conectar a los amigos y a los conocidos. La transformación definitiva se produce en 2009 cuando llega Instagram. En ese momento las redes sociales se convierten en social media, en un canal de difusión global en el que todo el mundo es invitado a producir contenidos. No importa su calidad, no importa su veracidad. Todos los usuarios acaban creyendo que sus mensajes son importantes, o al menos interesantes, y que tienen derecho a la redifusión o a un like. Las empresas de redes ganan mucho dinero y los inversores exigen que generen adicción. Para eso es necesario que sean muy emocionales. La polarización, la ofensa, y las noticias falsas se convierten en productos muy rentables. Todo esto provoca dos efectos en el mundo no virtual. Se acrecienta la sospecha hacia las emociones, a las que se considera cada vez más peligrosas productoras de subjetivismo y narcicismo. Y se acrecienta también  la sospecha sobre la capacidad de distinguir, de valorar. Recelo hacia los afectos, recelo hacia la razón.

Las redes, como social media, aceleran un proceso que ya estaba en marcha hace tiempo. Nos habían prometido que, al renunciar a las formas tradicionales de autoridad, la razón nos haría libres. Pero esa promesa ya no entusiasma a nadie. También ha desaparecido nuestra confianza en la ciencia. “La ciencia puede explicar cómo funcionan las cosas, por qué el mundo es cómo es a nivel biológico, físico, químico, matemático. Pero no puede hacer decirnos qué debemos valorar, qué es verdad sobre los seres humanos. No puede decirnos qué hace que la vida merezca la pena”- señala Wendy Brown, una de las grandes teóricas del género-. Es curioso que la lucidez en algunos aspectos venga en este momento del feminismo más radical. La propia verdad empieza a tambalearse y a temblar. “La cuestión del valor comienza a desintegrarse y a diversificarse, de modo que ya no hay un conjunto de valores que mantenga unida a una sociedad. En su lugar, los valores comienzan a multiplicarse. Y aparece una creciente sospecha sobre quién y qué tiene o genera la verdad. Una  duda sobre la posibilidad misma de que haya una forma verdadera de vivir. Es nihilismo en toda regla”. La sospecha, por supuesto, también incluye a la razón: “la razón parece que no puede ayudarnos en absoluto con la cuestión de qué es verdadero, de lo que hace que la vida merezca la pena, de cómo debemos vivir, de lo que debemos hacer, de cuál debe ser nuestra orientación ética y moral, nuestra forma política organizativa”. Es un proceso que, de forma popular y masiva, han incrementado las redes sociales.

La “secularización de la razón”, de la verdadera razón, es decir de la verdadera religiosidad, se expresa, según Brown, como nihilismo o como “una religión que no tiene que probarse a sí misma”, que no necesita ser razonable. Es una forma de religión que se alimenta de una sospecha casi absoluta hacia la razón y el sentimiento. La naturaleza humana está tan corrompida que es necesario establecer “una forma de dictar cómo debe vivir la gente a nivel moral y político y se pretende resucitar una autoridad en Dios carente de fundamentos”.

Necesitamos “poner orden” en Twitter, someter las redes a un “ministerio de la verdad”, censurar a Trump cuando sea necesario, no importa que coste tenga para la libertad de expresión.

Y así la secularización genera nuevas autoridades “religiosas” (también mediáticas).  Como  nadie puede fiarse de sí mismo,  porque lleva dentro una desviación estructural, hay que delegar en algún experto. Brown identifica el fenómeno con la extensión de las nuevas formas de evangelismo. Precisamente The Economist publicaba hace unos días un reportaje (“The Stand”) sobre este tema.

En un mundo con tantas desconfianzas, sería de ayuda que las redes sociales volvieran a ser social networks. Los vínculos sociales ayudan a no buscar una autoridad extrínseca y a recuperar la confianza en la capacidad que tiene la razón y la emoción de distinguir lo verdadero de lo falso.

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