Editorial

Sin Gobierno, sin políticos

Editorial · Fernando de Haro
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4 septiembre 2016
El fracaso para formar Gobierno en España va camino de convertirse en uno de los ejemplos paradigmáticos de cómo hacer mala política. Mala y vieja política en un mundo que reclama soluciones nuevas. Pésimo ejemplo de partidos nacionales que se aferran a una soberanía mínima reconocida por las leyes que las fuerzas de la globalización han dejado en nada. Caso práctico de identidades de partido cerradas, afirmadas con una inmadurez propia de otros tiempos, incapaces de abrirse al otro, imaginadas como un todo suficiente, disociadas de una realidad social que transcurre por otros cauces.

El fracaso para formar Gobierno en España va camino de convertirse en uno de los ejemplos paradigmáticos de cómo hacer mala política. Mala y vieja política en un mundo que reclama soluciones nuevas. Pésimo ejemplo de partidos nacionales que se aferran a una soberanía mínima reconocida por las leyes que las fuerzas de la globalización han dejado en nada. Caso práctico de identidades de partido cerradas, afirmadas con una inmadurez propia de otros tiempos, incapaces de abrirse al otro, imaginadas como un todo suficiente, disociadas de una realidad social que transcurre por otros cauces.

Las previsiones apuntaban a que el Debate de Investidura de la semana pasada iba a certificar, de nuevo, la situación de bloqueo que ya dura casi nueve meses. Rajoy iba a fracasar, a pesar del pacto con Ciudadanos, y los socialistas iban a mantener su no. Pero lo sucedido ha sido mucho peor que un fracaso anunciado.

El debate fue más negativo de lo previsto. No se limitó a certificar la parálisis, eso no hubiera sorprendido. El foso se ha agrandado. Los españoles, cuando no esperaban más que rutina, se han visto sacudidos por una profunda y nueva obcecación de sus políticos, por la terquedad en negar una fraternidad mínima, por la perserverancia en el desencuentro que empeora cada vez más las cosas, por la incapacidad para aprender. Por la falta de imaginación y de sencillez para superar el papel que ellos mismos se han asignado.

Pedro Sánchez, el líder de los socialistas, que podría facilitar en las próximas semanas la formación de un Gobierno con solo diez abstenciones, se mostró más duró que nunca. En contra de la sensibilidad de sus votantes, en contra de una parte importante de su partido, destruyó todos los puentes y todos los cimientos que pudieran edificarlos en el futuro. Máxima dureza, mínima inteligencia política con la repetición del mismo discurso que suena desde hace meses. Rivera, el líder de Ciudadanos, que ha protagonizado el único acierto en mucho tiempo cerrando el acuerdo con el PP (muy similar al alcanzado con el PSOE), rechazaba con mucha rapidez el muy digno papel de facilitador de encuentros que la historia le ha asignado. Antes incluso de que se certificara el fracaso de Rajoy, quiso desmarcarse del apoyo que le había dado. Para no mancharse, para no ser recordado como el hombre que prestó auxilio al centro-derecha. A Rivera, como a todos, aunque él acaba de llegar, le quema la política ideológica, quiere estar más a la izquierda que a la derecha. No se ha creído lo que tanto predica: lo que cuentan no son las etiquetas sino las necesidades de la gente. Y Rajoy, aburrido hasta lo inimaginable. Difícilmente puede pensarse en un aspirante con tan poco empeño afectivo -factor decisivo también en política- cuando se quiere ser presidente del Gobierno. Difícilmente pudo dar una respuesta más previsible cuando se desató la ira de sus adversarios.

La política es más o menos buena en proporción al bien que es capaz de generar para un país, según las herramientas con las que cuente y las circunstancias en la que tenga que ser aplicada. Los políticos de la transición española, los líderes de la postguerra mundial europea o los disidentes del comunismo hicieron buena política porque supieron utilizar instrumentos muy limitados, en algunos casos casi inexistentes, para generar cambios beneficiosos en momentos muy difíciles. El sujeto político queda retratado por el uso que hace de las herramientas de las que dispone. Hay gigantes que sin instrumento institucional alguno a su disposición, desde un campo de concentración o desde una cárcel (Havel o Mandela), han sido capaces de generar cambios históricos impensables para otros que controlan buena parte de los mecanismos del Estado. Y hay enanos que quedan sepultados en las mejores condiciones posibles (los ejemplos son demasiado numerosos).

Las herramientas institucionales y las circunstancias por las que atraviesa España no son óptimas. Pero los mecanismos que el Estado pone a disposición de los líderes políticos son razonables. El respaldo de la Unión Europea es una garantía, el mecanismo electoral y el sistema constitucional tiene imperfecciones pero, usado con inteligencia, permitiría salir adelante. Es la debilidad de los líderes la que impide superar el bloqueo. Han quedado sepultados por un uso inadecuado de la herramienta, de los partidos. Al final toda democracia depende de la antropología. Ha bastado que la mayoría no sea suficiente para que el instrumento los haya aplastado.

Los partidos españoles fueron diseñados como formaciones fuertes que superaran los problemas de la II República. Y, cuarenta años después, sus responsables los han transformado en organizaciones herméticas. Necesitan marcar terreno para sentirse vivos. Perciben el diálogo como una debilidad, síntoma de máxima inseguridad política. El líder no es nada fuera de sus siglas y sus siglas no son nada sin el líder. La libertad parece suprimida. Se conciben como entidades suficientes en sí mismas.

A los políticos españoles, quizás sea un mal de todo Occidente, parece que les falta esa experiencia tan habitual en la vida. La experiencia de vecindad. Al vecino primero lo vemos como extranjero, como potencial amenaza. A medida que nuestros contactos con él se van haciendo más habituales y los encuentros menos mecánicos, empezamos a darnos cuenta de que son como nuestros amigos e incluso como nosotros mismos. Y la trinchera cavada con ahínco se queda a la espalda, superada por la evidencia de una vida compartida.

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