Editorial

Sin apearnos del bus amarillo

Editorial · Fernando de Haro
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27 enero 2020
Tras la pausa navideña, los autobuses amarillos que llevan a los niños a los colegios han vuelto a rodar por las calles de los pueblos y de las ciudades estadounidenses. Algunos no los necesitan porque pueden llegar a clase caminando o porque un familiar los acerca. Pero hay dos millones que no toman el autobús amarillo porque su escuela es su casa. El fenómeno del homeschooling, que comenzó en los Estados Unidos en los años 60, es el método utilizado ya para formar a más de dos millones de personas. Las tasas de crecimiento anuales son altas. Hace 50 años el homeschooling era una expresión de contracultura. Pero cuando en los 70 el Tribunal Supremo decidió eliminar la oración en las escuelas públicas, algunas comunidades cristianas apostaron por la fórmula. 

Tras la pausa navideña, los autobuses amarillos que llevan a los niños a los colegios han vuelto a rodar por las calles de los pueblos y de las ciudades estadounidenses. Algunos no los necesitan porque pueden llegar a clase caminando o porque un familiar los acerca. Pero hay dos millones que no toman el autobús amarillo porque su escuela es su casa. El fenómeno del homeschooling, que comenzó en los Estados Unidos en los años 60, es el método utilizado ya para formar a más de dos millones de personas. Las tasas de crecimiento anuales son altas. Hace 50 años el homeschooling era una expresión de contracultura. Pero cuando en los 70 el Tribunal Supremo decidió eliminar la oración en las escuelas públicas, algunas comunidades cristianas apostaron por la fórmula. Un diez por ciento de los hijos de evangélicos, según algunas estimaciones, forma a sus hijos en el salón. Parecen buscar una opción que aleje a los niños de los peligros de la enseñanza que es para todos. Para salvar la fe, para cultivarla, mejor evitar peligros. Pero la motivación religiosa no es la única, también hay quien prefiere la escuela en casa porque así evita el acoso y un ambiente muy agresivo. Casi desde hace cinco décadas se discute sobre las consecuencias socio-emocionales de la escuela en casa, en la que el ámbito de las relaciones se reduce. Se debate sobre la conveniencia de favorecer opciones que “protegen” la transmisión de los valores en los que se quiere educar. O, por el contrario, la conveniencia de que los chicos verifiquen las hipótesis que les ha ofrecido la familia en un ambiente plural o incluso abiertamente hostil.

El homeschooling ha sido utilizado por parte de la nueva derecha estadounidense como una bandera. Y así Grover Norquist ha defendido que su “ciudadano ideal es un trabajador autoempleado, formado por el homeschooling, con un permiso de portar armas. Esta persona no necesita ningún maldito Gobierno”. Es evidente que las expresiones de Norquist pertenecen a un anarquismo de derechas extremo. El homeschooling, aunque sea invocado por estos radicales, no está bien representado por sus posiciones. No implica necesariamente un desprecio absoluto por el Gobierno o por el Estado, pero sí conecta con un rechazo muy propio de cierta tradición estadounidense solitaria. Una cierta tradición que no acierta a reconocerse en lo común y en unos contenidos educativos y políticos que sean compartibles por todos. La describía ya Tocqueville en su época con unas palabras que podrían haber sido escritas hoy: “veo una multitud de gente formada por hombres iguales y similares (…) viviendo aparte, como extranjeros los unos de los otros. Sus hijos y amigos son para ellos toda la raza humana. Existen para ellos mismos, están solos. Pueden tener todavía una familia, pero ya no tienen un país”.

La descripción de Tocqueville es actualísima tras las opciones mas o menos monacales de algunos, la deriva de la nueva derecha y las políticas de segmentación identitaria (negros, mujeres, homosexuales y un largo etcétera) practicadas por la izquierda desde los años 70. Pero el fenómeno crece en todo Occidente. Las políticas multiculturales, bien teóricas o prácticas, de algunos países de Europa o ciertas políticas de género parecen presuponer que “no hay un país”, que no hay terreno en el que las experiencias de unos y otros sean comunicables. Por eso, un liberal como Mark Lilla ha lanzado en los últimos años un grito denunciando que “en un tiempo en el que deberíamos estar convenciendo a la gente que tiene diferentes modos de vida de que compartimos el destino y la necesidad de estar juntos, nuestra retórica nos anima a ser narcisistas (…) estamos gastando nuestras energías en dramas simbólicos dedicados a nuestra identidad”. A una identidad cerrada que se defiende, de que las escuelas son demasiado religiosas o demasiado poco religiosas, de que son demasiado blancas, demasiado negras. Es una posición que, si bien no presupone la incomunicabilidad de las identidades, la provoca.

En España durante las últimas semanas se ha producido una polémica, en gran medida artificial y alimentada por el Gobierno, después de que la Región de Murcia haya adoptado la llamada solución del pin parental. Con esta fórmula los padres podrían no autorizar la asistencia de sus hijos a una actividad complementaria (pero obligatoria) dirigida por personas ajenas al colegio. Vox, que es quien ha promovido la medida, argumenta que es una herramienta para evitar el adoctrinamiento de los hijos. El pin parental, de hecho, prácticamente no se ha usado. El Gobierno Sánchez-Iglesias lo ha magnificado para defender que “los hijos no son de los padres” y que las convicciones de los progenitores son “accesorias”. Una construcción que no encaja con la regulación constitucional del derecho a la educación. La oposición ha denunciado el estatalismo del Ejecutivo. La polémica ha arreciado en un país incapaz de ponerse de acuerdo durante cuarenta años en política de enseñanza. No hay que oponer bienes. Los contenidos elementales que se impartan en los colegios deben ser comunes y para eso es necesario alcanzar el máximo consenso. Y los padres, en cuestiones especialmente sensibles que afecten a sus convicciones, deben poder poner límites. Todo afecta a las convicciones. Pero no se construyen convicciones bajándose del autobús común. Es en el autobús amarillo donde se comprueba su validez y utilidad. La vocación no puede ser defensiva, compartimos el deseo y la necesidad.

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