`Si ningún dios interviene en los asuntos humanos, ¿a quién dirigir mis oraciones?` (III)

Cultura · Giuseppe Fidelibus
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11 junio 2015
Un rasgo más de la conciencia religiosa pagana con la que dialoga san Pablo nos lo ofrece un pasaje del “De deo Socratis”, del platónico africano Apuleyo, escrito en el siglo II d.C.

Un rasgo más de la conciencia religiosa pagana con la que dialoga san Pablo nos lo ofrece un pasaje del “De deo Socratis”, del platónico africano Apuleyo, escrito en el siglo II d.C.

“Como dice el mismo Platón, ningún dios se mezcla con los hombres; de hecho la característica principal de su sublimidad radica precisamente en esto, en que no se contamina en ningún contacto con nosotros (…) Pero entonces –podría objetar alguien–, ¿qué podré hacer yo, oh orador, tras tu sentencia celestial sí pero casi inhumana, si los hombres resultan tan totalmente lejanos de los dioses inmortales, quedando así relegados a este infierno de la tierra, de tal manera que se les niega toda comunión con los dioses celestes y ninguno entre los celestes va a visitarles de vez en cuando como un pastor con su rebaño (…) para moderar al que es salvaje, curar al que está enfermo, ayudar al que tiene necesidad? Ningún dios –dices– interviene en los asuntos humanos. ¿A quién dirigiré por tanto mis oraciones? ¿A quién, nombrándolo, hacer un voto? ¿Por quién inmolar a una víctima? ¿A quién invocaré a lo largo de toda mi vida como alguien que socorre a los infelices, apoya a los buenos y se opone a los malvados? ¿Y a quién tomaré como testigo en mis juramentos? (…) ¿Qué piensas a propósito de esto? ¿Tendré que jurar por la piedra de Júpiter según el antiguo rito romano? En todo caso, si es cierta la opinión de Platón según la cual la divinidad nunca se comunica con el hombre, es más fácil que me oiga una piedra antes que Júpiter”.

También aquí la conciencia religiosa del rector pagano señala la emergencia de una carencia: la de una relación viva con la verdad de lo divino que vaya más allá de las formas del culto idolátrico en que permanece recluida. La petrificación idolátrica de lo religioso en el culto se opone a la economía intrínseca de la libertad “religiosa”. En ausencia de una relación fundante, esta sufre inevitablemente una deshumanizadora connivencia con la esclavitud, la infelicidad y la mentira. La posición –filosóficamente platónica– de Apuleyo testimonia una libertad que nace de la conciencia de que no existen lugares (prácticas, cultos) que aseguren automática e impersonalmente la relación con lo divino. Invoca una pertinencia (explícita y personal) directa de lo divino con la totalidad de sentido para la vida jurídica de la conciencia: actos, relaciones, juramentos, contratos, sacrificios, ayudas. Esa relación es solo como orden vitalmente inherente, en la experiencia, a la misma vida: como fundamento normativo irreductible de sus actos.

Si existe, por tanto, una “firmeza” de la conciencia expresada por Apuleyo como “heredad de la tradición griega” (Belohradsky), esta reside en la conciencia de la precariedad que subyace en ella, en ausencia de tal fundamento. En este sentido, “De deo Socratis” atestigua cómo la libertad religiosa, cuando es tal, implica una conciencia exigente y operante en las decisiones, en los actos y en los ordenamientos de la vida cotidiana. Es una vida jurídica que se implica en una sociedad siempre pública. La libertad religiosa, fundada sobre una conciencia así entendida, nunca es una libertad “privada”; siempre se encarna socialmente, como factor creativo y fecundo de socialidad. Lo exige por intrínseco estatuto normativo.

En este sentido, el anuncio cristiano de un Dios que se encarna en la experiencia común, “mezclándose” libremente y comunicándose personalmente –como hombre– con la vida histórico-jurídica de los sujetos humanos aparece como inmediatamente pertinente para la conciencia del hombre pagano. Defender y promover hoy el derecho a la “libertad religiosa” comporta admitir –legislativamente además de en un sentido genéricamente “cultural”– la legítima dimensión social y pública de la conciencia que le da fundamento. En este sentido, podemos decir tranquilamente que el cristianismo no ha salvado la religión del hombre antiguo sino que ha salvado –con beneficio jurídico universalmente reconocible– al hombre antiguo de sus derivas religiosas. Eso podía y puede suceder no contra el hombre pagano de ahora y de entonces, sino asumiendo en beneficio propio la heredad y la compañía de conciencia y razón de la que hoy puede ser protagonista. Pasemos entonces al contexto de la patrística cristiana.

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