Si el yo renace, es posible la confianza

Mundo · Francisco Medina
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25 septiembre 2019
En pleno siglo XXI, estamos viviendo verdaderos seísmos en el ámbito del pensamiento posmoderno y en el ámbito más concreto y tangible de las relaciones humanas. Han caído los antiguos paradigmas, y la multiculturalidad, los efectos de la globalización, la revolución digital o el cambio climático constituyen los marcos de referencia de una sociedad en la que se está produciendo a pasos agigantados un derrumbe de las evidencias, en el que la provisionalidad (lo que un día es y mañana puede ser, o no) hace años que ha hecho acto de presencia en el mundo de hoy.

En pleno siglo XXI, estamos viviendo verdaderos seísmos en el ámbito del pensamiento posmoderno y en el ámbito más concreto y tangible de las relaciones humanas. Han caído los antiguos paradigmas, y la multiculturalidad, los efectos de la globalización, la revolución digital o el cambio climático constituyen los marcos de referencia de una sociedad en la que se está produciendo a pasos agigantados un derrumbe de las evidencias, en el que la provisionalidad (lo que un día es y mañana puede ser, o no) hace años que ha hecho acto de presencia en el mundo de hoy.

Nuestras relaciones humanas se han hecho provisionales. Ya hace tiempo que conceptos como fidelidad, lealtad o compromiso estable han sido desterrados de este mundo nuestro en el que únicamente importa la cantidad de relaciones, viajes, experiencias que hayamos tenido –esas relaciones de usar y tirar, tan propias del amor líquido que Z. Bauman ha puesto de manifiesto–. En suma, vivimos de los impactos, las sensaciones, las emociones… en base a las cuales construimos nuestra cosmovisión y de las que nos servimos para conectarnos a la red – ya no importa el significado ni las consecuencias de relación, sino el mero placer de consumir. La posesión acaba siendo el común denominador.

Asistimos a una explosión de la diversidad en nuestro mundo de hoy: ya no se trata del binomio homosexualidad-heterosexualidad, ser de izquierdas o derechas, sino que el intercambio de parejas, la cohabitación, las meras relaciones ocasionales o el cambio de ideología, religión o creencias, ya son, per se, vistas como un medio para aflojar los lazos humanos. Se trata de librarnos del vínculo como sea, lo vemos como opresor y generador de injusticias, como algo incapacitante para el disfrute de experiencias. El hombre de hoy sólo debe lealtad a HBO, Netflix o Movistar+, porque aspira a una vida de ocio y entretenimiento.

Es cómoda la realidad virtual: porque permite acumular un conjunto de contactos frecuentes, intensos, breves y sin más consecuencias que proporcionan una enorme gratificación emocional; puedo decidir si quiero ser homosexual, heterosexual, trans o bisexual sin constricciones morales, políticas o sociales; puedo seguir, leer, disfrutar o conocer aquello que me gusta o me apetece, sin tener por qué asumir los riesgos. En definitiva, uno mismo constituye la referencia en base a la cual se construye la propia identidad.

Es precisamente todo esto lo que, a mi juicio, constituye uno de los indicios del cambio de época: el paso del homo faber al homo consumens, quien para poder afirmarse ha de negar todo lo que signifique una relación que implique un compromiso con la realidad, no sólo por cuanto a que sea visto como relación de poder, jerarquía y sumisión, sino por lo que implica de poder dar por terminada tal relación sin que ello me cause daño. En suma, un compromiso me pone límites y me pone ante la evidencia de que yo dependo.

¿No será el miedo el enorme precio que estamos pagando hoy en día por esta aparente diversidad de identidades autorreferenciales, sujetos en círculo que no pueden permitirse abrir su ámbito porque, seguramente, todo lo que han construido se venga abajo? Porque una relación con el Otro siempre introduce un elemento “extraño” en la vida del yo, aunque sea sólo para cuestionar ciertos prejuicios. El hombre sin vínculos tiene miedo: a lo desconocido, a lo imprevisto, a hacerse daño, a fracasar en las relaciones afectivas. Tenemos todo un abanico de posibilidades –plataformas audiovisuales en las que nos suscribimos por 10€ al mes y consumimos las series que nos apetecen; los tweets en los que podemos desahogarnos en medio de la vorágine virtual de la política y la sociedad en Twitter y Facebook; tener nuestro iPhone o Smartphone de último modelo–,…y no somos capaces de resetear, de cancelar esa pregunta latente que existe en el fondo de nuestro ser: ¿es esto lo que realmente deseo?

En el fondo, Bauman no iba desencaminado al hablar de las consecuencias de esta mentalidad de la sociedad líquida, que ha diseñado –desde el mercado– una gama de identidades (comunidades de intereses compartidos, los fans) y lenguajes específicos que nos sumergen en la fragmentación del conocimiento y nos permiten elegir lo que queremos ver, oír, sentir, escuchar, hablar, reafirmar… sin tener que establecer vínculo alguno. Switch on or switch off. El clickbait, los likes, las suscripciones… parecen ser indicativo de que ya soy aceptado, de que puedo considerarme parte de este juego, en el que no necesito enfrentarme a la cruda realidad, sino que yo mismo puedo crearla.

Sin duda, el resultado de estas burbujas existenciales del siglo XXI es la pérdida de la confianza en uno mismo –por cuanto al hecho de que el yo acaba concibiéndose como sujeto aislado en constante autoafirmación y contraposición al otro concebido como amenaza exterior–. En el fondo, las batallas por el relato que, en los últimos meses, asistimos en España en relación a nuestra historia común: la exhumación de Francisco Franco, la Memoria Histórica o la incapacidad vergonzosa de la clase política para llegar a acuerdos (fruto de esta autorreferencialidad practicada a izquierda y derecha), así como el recurso a la mentalidad victimista que ha generado una visión binaria extremista del nosotros-ellos (véanse los Comités de Defensa de la República en Cataluña), es el desarrollo de un proceso de construcción de un relato fantasioso y sentimental llevado al extremo que está provocando neurosis, desasosiego, insatisfacción profunda, soledad, egocentrismo, oportunismo… cuyas consecuencias devastadoras se reflejan en un desquiciamiento emocional de las emociones y una polarización grosera y exhibicionista que en nada tiene que ver con las exigencias de una sana transparencia –que la hay y es bien distinta de una proliferación de la industria del cotilleo o del instagramismo que hay en muchos de quienes exponen sus vidas en la ventana virtual–.

Y es que el único modo de volver a recuperar la confianza en nuestro mundo tan marcado por el caos de la inmediatez y de lo provisional es que la conexión ceda paso a la relación, al descubrimiento de que el otro, respetando nuestro ser únicos, también es una ayuda para entrar en la realidad. En este sentido, cabría no estar de acuerdo con Habermas en cuanto a la explicación pero, al menos, nos queda la narración mutua entre nosotros, un espacio prepolítico, como señaló Hannah Arendt, para que la buena política, como generadora de relaciones estables y verdaderas, pueda germinar. Quien ha experimentado una relación humana de las de antes (en las que podías enfadarte con el amigo, la mujer, el marido, el padre o la madre y, al tiempo, fiarte de él) sabe cuándo fiarse: cuando intuyes que el otro te dice la verdad y no te quiere engañar. Y eso implica tanto el riesgo de la libertad como la exigencia de verdad, lo que, en una sociedad líquida, no es evidente. Porque, en ella, el yo se diluye. Sólo si el yo resurge, es posible lo demás: es posible la confianza.

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