Sí al debate de ideas, no a la guerra de personalismos

España · Ignacio Santa María
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22 abril 2008
Resulta difícil de creer que lo que ha estallado en el Partido Popular sea un "debate de ideas", como lo calificó el pasado jueves Esperanza Aguirre, y no una simple batalla entre dirigentes del partido que buscan aumentar su cuota de poder con vistas al anunciado congreso de junio. La mandataria madrileña ha echado macha atrás y se ha excusado reclamando un debate de ideas. Ojalá se produzca ese debate, de forma sosegada y sincera, porque es necesario.

Aunque, a decir verdad, no se puede concluir que la batalla por el poder haya empezado. Más bien se trata de escaramuzas, demostraciones de fuerza, sondeos, tanteos y retractos. Aguirre y los chicos de su equipo -no sólo en el Gobierno regional, también en el Grupo parlamentario de la Asamblea de Madrid- se han comportado como pistoleros de un western clásico que muestran su habilidad con el revólver mientras se emborrachan en el saloon, pero que no han planteado todavía duelo alguno. Rajoy, por su parte, se precipitó en Elche, donde se le vio emprendiendo su particular campaña de primarias sin ninguna necesidad de hacerlo y además arremetiendo contra dos de los pocos medios de comunicación favorables a la formación que preside.

Ahora Aguirre recula, da marcha atrás y dice eso de que pide un debate de ideas, no ya interno sino frente al PSOE. Y, sin pretenderlo, pone el dedo en la llaga, porque es verdad que en el PP faltan las ideas, o mejor dicho falta la hondura en las ideas. Es cierto que es necesario un gran debate de ideas que esté a la altura de los desafíos que plantea una sociedad que ha cambiado mucho en pocos años y en unos tiempos en que  muchos principios y consensos que se daban por descontados hoy han entrado en crisis.

En aras de una mayor cohesión en el PP, José María Aznar impuso una uniformidad de discurso que empobreció el debate entre corrientes de pensamiento. Ése fue el motivo de fusionar en una sola entidad (FAES) las cinco fundaciones dedicadas a la reflexión política y que, de hecho, presentaban un espectro plural de pensamiento. Un proceso equivalente, por cierto, al que ahora ha puesto en marcha Zapatero en el PSOE y para lo que ha puesto a trabajar a Jesús Caldera.

Este proceso de homologación ha corrido paralelo a una cierta decadencia de liderazgo de la que se han visto afectados todos los partidos, también el PP. Escasean los dirigentes y portavoces con cabezas bien amuebladas, ideas bien razonadas y discurso propio, y por el contrario abundan los que tiran permanentemente del argumentario  estándar para debatir con sus adversarios políticos o comparecer ante lo medios de comunicación.  

La presidenta madrileña reclama debate de ideas, no se sabe si hacia dentro o hacia fuera, y lo paradójico es que la corriente neoliberal a la que dice pertenecer ha sido predominante en el partido en los últimos tres lustros y de sus planteamientos está impregnado hasta el propio Mariano Rajoy, quien en el segundo debate televisivo con Zapatero soltó entre exclamaciones aquello de "¡la economía está por encima de todo!".

El caso es que esa suerte de neoliberalismo aderezado de un patriotismo de débiles raíces ha resultado muy eficaz para diseñar y aplicar políticas económicas de éxito, y hacer el diagnóstico y tratamiento más adecuado en la lucha antiterrorista, entre otros muchos logros. Sin embargo ha sido claramente insuficiente para responder a muchos de los actuales desafíos que plantea la propia sociedad española y al emerger de un poder empeñado en acelerar una profunda revolución cultural y política.

El Partido Socialista, lo hemos dicho muchas veces, está a la vanguardia de un movimiento que trata de imponer desde las leyes y el sistema educativo una idea reducida de lo que es el hombre. Quiere sustituir nuestro yo real, nuestra historia y los fundamentos de nuestra convivencia por otra cosa, reducida, más débil, más moldeable, más invertebrada.

En el congreso de junio, el Partido Popular juega una partida decisiva que no tiene que ver con los rostros ni con los nombres, sino con la capacidad de construir una sólida propuesta que esté a la altura de estos desafíos. Rajoy puede liderar esa alternativa, siempre que no se encierre en un círculo estrecho de asesores y escuche las propuestas de numerosos sujetos y entidades de la sociedad civil, que pueden aportarle mucho.

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