GAUDETE ET EXSULTATE

Ser santos, la gracia de una felicidad más grande que nuestras medidas

Mundo · Federico Pichetto
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10 abril 2018
El impacto es de esos que dejan huella. Gaudete et Exsultate, la nueva exhortación apostólica del Papa Francisco sobre la llamada a la santidad en el mundo actual, redibuja los contornos de una experiencia –la de la santidad– que durante mucho tiempo que ha considerado propia de unos pocos y para unos pocos. Son muchos los matices de este documento y muchas las intervenciones que podrán ayudar a entenderlo, pero de momento podemos empezar por señalar algunos detalles que hacen reflexionar y dejan el gusto de ciertas palabras de Francisco.

El impacto es de esos que dejan huella. Gaudete et Exsultate, la nueva exhortación apostólica del Papa Francisco sobre la llamada a la santidad en el mundo actual, redibuja los contornos de una experiencia –la de la santidad– que durante mucho tiempo que ha considerado propia de unos pocos y para unos pocos. Son muchos los matices de este documento y muchas las intervenciones que podrán ayudar a entenderlo, pero de momento podemos empezar por señalar algunos detalles que hacen reflexionar y dejan el gusto de ciertas palabras de Francisco.

En primer lugar, la consideración del hecho de que la santidad tiene que ver con la alegría. Es la tercera exhortación apostólica de este pontífice que en su título hace una referencia explícita a la alegría. De hecho, Evangelii Gaudium y Amoris Laetitia son las bases de un programa sistemático del obispo de Roma que tiene en la reconciliación del cristianismo con el placer y la alegría de vivir su clave más alta y rompedora. Ser cristianos, ser santos, es experimentar una conmoción y una belleza única donde no caben moralismos, y que abre de par en par a un deseo infinito de bien y de autenticidad sin compromisos formales.

El don de la vida coincide con el don de la felicidad. Esta es la conciencia que el encuentro con Cristo, aun como un alba vacilante, despierta poderosamente en cada uno de nosotros. Hagamos lo que hagamos, sea cual sea nuestro camino, la última palabra es este inicio indómito de ternura y misericordia que nunca se rinde y que, como un presentimiento, nos sigue y nos busca.

La santidad por tanto no es un resultado, no es el fruto de un conocimiento gnóstico o de una voluntad pelagiana de perfección, no es la repetición de un modelo sino una inmersión en la vida, una relación verdadera con uno mismo y con la realidad. Todos podemos pensar en los rostros de ciertos amigos y en su carrera hacia Dios llena de entusiasmo y de una gran libertad. Santos de la puerta de al lado, como los llama el Papa, que no se encuentran sobre los altares, cuya vida no es tanto un modelo de imitación sino una mirada a seguir. La prueba está en que su ausencia, como la ausencia de tantos de nuestros seres queridos, nos ha dejado dolor, consternación, pero también espacio para una nueva e impensable presencia. Porque estos testimonios operantes que diariamente entre nosotros trabajan, ríen y habitan intensamente cada instante no eliminan toda la aridez y fatiga del vivir, la pregunta de un porqué, de un sentido ante la injusticia y el dolor.

Y esto es quizás lo más sorprendente de toda la exhortación, el vínculo entre la santidad y nuestra pobreza, casi que dentro de la oscuridad, dentro de cualquier oscuridad –dentro del tormento y de la dependencia, de una enfermedad misteriosa o de una depresión–, el santo no es aquel que sale vencedor o que lo resuelve todo, sino aquel que está, que permanece junto a la cruz hasta el final, hasta la llegada del padre. La santidad según Francisco es esta misteriosa certeza no en nuestras virtudes heroicas sino en la gracia de Otro, de ese Cristo que nunca deja de buscar nuestro corazón herido. Y que hace de esa herida el inicio inaudito de una alegría plena e inesperada.

Ser santo no es entonces una opción, un fetiche de mundos pasados, sino eso que el corazón de cada uno está esperando. Eso a lo que cada uno está llamado. La fiesta preparada para todos, la conciencia de un amor por el que verdaderamente vale la pena seguir siendo hombres, seguir siendo libres y mendigos ante el Misterio. Una experiencia por la que, en el ocaso del día o de la vida, uno puede mirar atrás agradecido. Seguro de que nada de lo que se le ha dado ha resultado pequeño o inútil. Dispuesto a acoger, en los platos que tiene que lavar o en las lágrimas que debe derramar, el silencioso aliento de Alguien que no se ha olvidado de nosotros.

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