Septiembre y la tentación de engañarse

Mundo · Federico Pichetto
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4 septiembre 2019
En el capítulo 10 del evangelio de Juan, mientras Jesús pasea por el pórtico del templo de Jerusalén, unos fariseos se acercan para pedirle que no les tuviera más en ascuas y revelara su identidad. El evangelista contextualiza este hecho, este desafío que se presenta como una auténtica súplica, con un dato aparentemente marginal: era invierno.

En el capítulo 10 del evangelio de Juan, mientras Jesús pasea por el pórtico del templo de Jerusalén, unos fariseos se acercan para pedirle que no les tuviera más en ascuas y revelara su identidad. El evangelista contextualiza este hecho, este desafío que se presenta como una auténtica súplica, con un dato aparentemente marginal: era invierno.

Pocas cosas en el paso del tiempo son tan sugerentes como la llegada de septiembre. La potencia evocadora que suele ir unida a este mes es enorme, hasta el punto de que, no sin razón, el principio de septiembre se suele celebrar como una especie de año nuevo para la sociedad occidental. Septiembre es por tanto sinónimo de inicio, pero también de fin. Con septiembre, todo lo que se ha vivido –y ha caldeado el corazón durante días o semanas– está destinado a cambiar, a transformarse, incluso a desaparecer.

Se vuelve a empezar, pues. Y se dejan cosas, se pasa página. Lo que vuelve a empezar en septiembre no son las formas convencionales de la vida civil, que sin duda también pero no son las únicas. Lo que vuelve en septiembre es el desafío de la realidad, la relación con la realidad, que nos provoca y nos hace crecer.

Es como si llegara un momento en que el corazón pretendiera saber qué es el dolor que estamos viviendo, el amor que nos ha invadido, el miedo que nos atenaza, la alegría que ha tocado nuestro corazón. No nos tengas más en ascuas, ¡dinos quién eres! La súplica malévola de esos hombres de Jerusalén se convierte en nuestra pregunta, esa pregunta que día a día va abriéndose paso a medida que pasa el tiempo y la realidad vuelve a alcanzarnos y a ponernos de espaldas contra la pared.

Con la experiencia no se puede hacer trampas, ni con la vida. Ese es el invierno del que habla el evangelista, el ansia trepidante del corazón por poner nombre, por descubrir la identidad, por todo lo que nos ha pasado. ¿Cómo se llama esta vida mía? ¿Qué nombre tienen mis lágrimas? ¿Qué es este pecado? ¿De dónde viene toda esta confusión? ¿Quién eres tú que me amas, me abrazas, me besas, me hablas, me desafías, me asaltas? Sería demasiado fácil responder, demasiado obvio. Mejor dar tiempo al tiempo y fiarse de este extraño don que comienza. Y que se llama septiembre.

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