Secuestran a jóvenes, a la escuela, al futuro y a la libertad

Mundo · Angelo Scola, arzobispo de Milán
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26 mayo 2014
¿Secuestrar a quién? ¿Y dónde? ¿Retener a jefes de estado o representantes del poder, hombres rigurosamente, símbolos de la explotación de los oprimidos, militares con puño de hierro? ¿Hacerlo en las plazas, en los palacios, en los cuarteles, en las sedes de partido o en los bancos, como en los años terribles de las Brigadas Rojas o del terrorismo político en Italia? ¿O golpeando en el corazón de las metrópolis occidentales, en las Torres Gemelas o en las estaciones de metro, como ha hecho recientemente Al Qaeda?

¿Secuestrar a quién? ¿Y dónde?

¿Retener a jefes de estado o representantes del poder, hombres rigurosamente, símbolos de la explotación de los oprimidos, militares con puño de hierro? ¿Hacerlo en las plazas, en los palacios, en los cuarteles, en las sedes de partido o en los bancos, como en los años terribles de las Brigadas Rojas o del terrorismo político en Italia? ¿O golpeando en el corazón de las metrópolis occidentales, en las Torres Gemelas o en las estaciones de metro, como ha hecho recientemente Al Qaeda?

No. El terrorismo hoy ya casi no habla en este idioma, utiliza otras consignas. En ciertos estratos del islam –los que habitualmente se identifican con el “islamismo”– el terrorismo es un parásito de la religión hasta llegar a modificar su ADN y utilizarla como arma de exterminio masivo.

Y llega a secuestrar a 300 jóvenes estudiantes de un colegio en una aldea perdida de África. Privadas de cualquier poder, ricas tan solo por su sueño-derecho a un futuro como mujeres libres, instruidas, emancipadas.

Sucede.

Esta vez la lúcida locura de los islamistas de Boko Haram (literalmente libro prohibido) ha elegido con cuidado su objetivo, golpeando a las mujeres, a las jóvenes, a la educación. En una delirante furia purificadora contra Occidente, sus credos y sus valores. Pero esta vez la noticia no se ha evaporado, como en cambio suele suceder a menudo, entre la genérica indignación de unos pocos durante un par de días; o, peor aún, entre la culpable indiferencia de la mayoría.

A partir del centenar de madres nigerianas y de las masas de gente que han salido a las calles de Abuya y Lagos, la movilización rápidamente se ha extendido a todo el mundo. El llamamiento “Devolvedenos a nuestras niñas” ha invadido internet y ha encontraado una adhesión inmediata y amplísima, desde el Papa Francisco a Michelle Obama, pasando por intelectuales, políticos, religiosos, miles de personas de cualquier rincón de la tierra.

Esta vez, cuando el horror parece haber sobrepasado cualquier medida, tanto en Occidente como en muchos países africanos, empezando por la propia Nigeria, parece haberse recuperado la unidad entre hombres decididos a reaccionar. Más fuerte que cualquier división entre etnias o credos. Documentando así la irreductible unidad de la experiencia humana común. «Sin embargo –escribió Juan Pablo II en Persona y acción– existe algo que se puede llamar experiencia del homobre». Y es universal.

Pero para que esta experiencia pueda ser custodiada, defendida, promovida, hace falta una educación. Y por tanto hacen falta adultos que, antes que maestros, sean padres y testigos. Apasionados por la libertad de los jóvenes y que se pongan en juego en primera persona con todo lo que proponen, con la verdad, el bien y la belleza, para volver a las palabras clave antiguas, más actuales que nunca, relanzadas por el Papa en su reciente encuentro con el mundo de la educación.

Tanto en Oriente como en Occidente, en el mundo musulmán como en el cristiano, la urgencia educativa es hoy ineludible e impostergable. Con pleno respeto a la libertad religiosa, tal como el Vaticano II la propuso, es decir, sin romper nunca el vínculo indisoluble entre verdad y libertad. Pues los cristianos son hijos de un Dios que, por amor al hombre y a su libertad, entregó su vida, dejándose crucificar siendo inocente, sometiéndose a la condena capital de los esclavos.

Afirmar la voluntad de liberar a las personas obligándolas a convertirse es una odiosa y violenta contradicción. La libertad religiosa es el primer peldaño en la escala de los derechos del hombre. Demolirla significa hacer caer, inexorablemente, la escala completa, como nos muestran dramáticamente las noticias de casi todos los días. Basta citar el último y terrible caso de Meriam, la joven madre condenada a muerte y a cien azotes por haberse casado con un cristiano.

Defender la libertad religiosa no significa en absoluto imaginar una suerte de supermercado de las religiones en el que cada hombre pueda abastecerse de ese “suplemento de alma y de sentido” que necesita para vivir. Poco importa que se lo proporcione una fe o una caricatura de fe, una secta de fanáticos o la invención de magos sedicientes… La libertad religiosa se fundamenta sobre el deber absoluto de todo hombre de adherirse, en adecuada conciencia, a la Verdad, que está viva y viene a nuestro encuentro, interpelando a nuestra libertad.

Esta encuentra su efectivo cumplimiento cuando, al deber de las instituciones de garantizar a todos una efectiva práctica religiosa, corresponde en los practicantes una fe auténticamente vivida y apasionadamente comunicada. Así la libertad religiosa se convierte en «una auténtica arma de paz» (Benedicto XVI).

Publicado en Il Sole 24ore

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