Editorial

Se nos olvidó la libertad

Editorial · Fernando de Haro
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3 febrero 2020
El viernes, pocas horas antes de que se materializara el Brexit, no se hablaba de otra cosa en la Main Sreet de Gibraltar, la última colonia en suelo europeo. Los vecinos de la estrecha calle que serpentea bajo la Roca, en conversaciones que empezaban en inglés y terminaban en un español muy del sur, hacían comparaciones con su vida y lo que sucede en la raya entre Estados Unidos y México. Las charlas informales, en las terrazas o en los encuentros fortuitos, terminaban con consignas estoicas sobre la capacidad de supervivencia de los vecinos del Peñón. Pocos minutos antes de las doce de la noche, en la frontera, se arrió la bandera de la Unión Europea y se izó la de la Commonwealth. No hubo fiesta alguna.

El viernes, pocas horas antes de que se materializara el Brexit, no se hablaba de otra cosa en la Main Sreet de Gibraltar, la última colonia en suelo europeo. Los vecinos de la estrecha calle que serpentea bajo la Roca, en conversaciones que empezaban en inglés y terminaban en un español muy del sur, hacían comparaciones con su vida y lo que sucede en la raya entre Estados Unidos y México. Las charlas informales, en las terrazas o en los encuentros fortuitos, terminaban con consignas estoicas sobre la capacidad de supervivencia de los vecinos del Peñón. Pocos minutos antes de las doce de la noche, en la frontera, se arrió la bandera de la Unión Europea y se izó la de la Commonwealth. No hubo fiesta alguna. Solo 800 llanitos (que es como se les conoce a los 34.000 británicos de Gibraltar) votaron en el referéndum de 2016 a favor de la salida de la Unión Europea. La retórica de la resistencia no disipa la memoria de lo que supone una frontera sin libertad de circulación (sobre todo de personas). Todos los mayores de 50 años recuerdan el cierre de la verja, el aislamiento, la necesidad de salir del extremo sur de la Península Ibérica por mar. Y a los niños se les ha transmitido la herida de la memoria. Los gibraltareños pueden vivir de sus ingresos como paraíso fiscal no reconocido, del juego, del contrabando de tabaco, del bunkering petrolero, pero saben que fuera de un mercado único, sin libertad de movimientos para los 14.000 trabajadores que cruzan la frontera cada mañana, la vida será mucho más difícil. La vida sin poder comer, dormir, tomar el sol, residir en España, será mucho más difícil.

Sería exagerado comparar el mestizaje económico, social y cultural que hay entre Gibraltar y el sur de España con las conexiones que se han creado desde 1973 hasta hoy entre el Reino Unido y la Unión. Pero la interdependencia es grande. En los últimos años se ha repetido hasta la saciedad el dato: el 53 por ciento de las importaciones provienen de la UE y el 45 por ciento de las exportaciones del Reino Unido van dirigidas a la UE. El país, fuera de la UE, es una potencia media, sexta economía del mundo con “solo” 66 millones de habitantes en un mundo globalizado. Hace tiempo que las cifras han dejado de significar algo relevante para muchos. Se las responde con el proyecto de nuevo tratado de libre comercio con EEUU y con un futuro acuerdo con Bruselas como el que tiene Canadá. Un acuerdo que tardará años en negociarse (es difícil que se concluya antes del final del período transitorio) y que supondría estar en peores condiciones que las de un socio europeo. El Reino Unido siempre ha sido un socio a la carta, que estaba fuera del euro, y que estaba fuera de Schengen. A partir de ahora Londres controlará, según sus propios criterios, la migración europea. Pero no se puede decir que les haya ido mal con el movimiento de los continentales.

¿Por qué? Es la pregunta que todos nos hacemos en estos días. Estaba previsto, estábamos cansados de las negociaciones. Casi deseábamos que llegara. Pero ahora estamos en estado de duelo y nos preguntamos: ¿por qué el bien evidente de una unidad, aunque sea precaria, entre los europeos continentales y los europeos de las Islas se ha venido abajo? Ya que la historia no progresa linealmente, ya que puede volver atrás como saben los gibraltareños que recuerdan una frontera cerrada, nos queda la tarea de comprender las razones.

Hay sin duda factores históricos, sociológicos y políticos. Thatcher no fue una líder radicalmente antieuropea, al menos como lo son los de este momento. Ahora que estamos de luto, hay que recordar sus palabras en Brujas: “Nosotros los británicos somos tan herederos del legado de la cultura europea como cualquier otra nación. Nuestros vínculos con el resto de Europa, el continente europeo, han sido el factor dominante de nuestra historia”. Pero su antifederalismo y su lema “I want my money back” (quiero mi dinero de vuelta) provocaron la sospecha en los años 80 de que los males de los británicos se gestaban al otro lado del Canal de la Mancha. Luego llegó la decisión de Cameron de someter la historia y el destino del país a un referéndum sin especiales requisitos. En ese momento siglos de democracia deliberativa saltaron por los aires. Se esfumaron las buenas prácticas por las que los gobernantes asumen sus responsabilidades, se distingue entre decisión y voluntad política y los procesos de deliberación responden a la complejidad de lo deliberado. Sin duda ha sido determinante la revolución digital. Las campañas desinformativas tienen ahora, gracias al uso de la minería de datos y la predicción del comportamiento de las personas para influir sobre él, un peso decisivo. Y no hay que olvidar la torpeza de la Unión Europea para hacer visible un proyecto en el que la ciudanía común sea algo tangible.

Pero no podemos olvidar que los británicos le dieron una mayoría absoluta a Cameron que llevaba el referéndum en su programa y otra mayoría absoluta a Johnson que ha mentido, como periodista y como político, cuando ha hablado de Europa. No se nos puede olvidar la libertad. La historia no se ha terminado, la historia no avanza linealmente y hay quien decide que el otro es un inconveniente. Por eso en la Main Street de Gibraltar se hablaba el pasado viernes de Tijuana. El muro no es una sombra.

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