Savater o los ecos del pensamiento único

Cultura · Marcelo López Cambronero, Instituto de Filosofía Edith Stein
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18 junio 2009
Existen épocas en la historia en las que los pensamientos frescos que fueron vida y pasión en la mente de algunos hombres del pasado se han apoltronado perezosos en las cabezas de otros, y casi han desaparecido. Lo que verdaderamente distingue a las épocas vigentes, es decir, aquéllas que vibran con savia siempre nueva, de las que son ajenas a sí mismas, es la capacidad de reconocer la novedad. Así, hubo un tiempo en nuestra cultura en el que las propuestas positivas de los genios eran acogidas en terreno fecundo y prosperaban dando lugar a infinitas reverberaciones.

Sin embargo, llegó un momento en el que quienes recibían las buenas nuevas comenzaron a transformarlo todo en ideología. La ideología es a las ideas lo que el sarmiento cercenado que espera en el ribazo la quema es para la vid: desecho, excrecencia, lobanillo. Toda la realidad que fluye y crece, todo el cosmos anhelante de hombres con ojos y oídos, expectante de sentido y respuesta, queda mutilado y se acartona bajo la prensa de la ideología. Cuando la ideología triunfa (digamos que sobre la filosofía) los hombres que la cultura señala como suyos son como un pasado aceitoso y muerto, un esqueleto que alguien pretende levantar con poleas para asustar a los niños.

Hace unos días el bueno de Fernando Savater nos regaló una ensalada de astillas en la que recogía haciendo suyas, un poco de aquí y un poco de allá, sin más criterio que el capricho, algunas afirmaciones de la ideología dominante: la "visión científica del mundo". A Ortega y Gasset le gustaba decir que Joaquín Costa era el alma española que vibraba más veces por segundo. Su contrapunto es Savater, la guitarra más desafinada de nuestra peculiar asinfonía.

La "visión científica del mundo" que tenemos hoy es una mezcla mal aliñada de racionalismo y romanticismo, al que Savater añade unos toques inoportunos de posmodernidad. Del racionalismo toma su pasión por la verdad, por lo científico, por lo preciso y exacto. Del romanticismo su afirmación de lo sentimental, su sed de individualidad, la vida como arte. Ahora, lo que en Descartes es sangre hirviente es aquí fluido digestivo; lo que en pintores como "Los Nazarenos" era profundidad emocional es aquí barbitúrico. La razón ya no es apertura, sino candado, es decir, ideología; los sentimientos no son lupas que permiten divisar, sino albendas.

En pocas palabras, Don Fernando defiende al mismo tiempo una teoría de la doble verdad y una negación de la verdad (éste es el toque posmoderno). Dice que existe una verdad científica basada en hechos y otra que se puede encontrar en los hexámetros de Hesíodo, y que ambas son verdades en sus respectivas vertientes. Él piensa que, bueno, que, en fin, que verdad, verdad, sólo lo que la química alcanza; pero nos deja disfrutar de la metáfora siempre y cuando la dejemos en su sitio, es decir, mientras no consideremos que la literatura tiene algo que decir sobre la realidad: aquí es donde aplica la idea de que toda verdad es un constructo político o cultural, y no a la ciencia, sobre la que sostiene la fe del carbonero. Se trata, en definitiva y como afirmé, de una típica, vulgar y prosaica "visión científica del mundo", que comparte el señor Savater con cualquier damnificado por la LOGSE.

La "visión científica del mundo" que constituye hoy la mentalidad dominante no está muy alejada del materialismo pedestre de los nihilistas rusos del XIX. No se trata de una síntesis de los avances científicos, ni de un análisis de los mismos. No sólo no es más que un resultado indeseado de la ciencia, sino que la propia ciencia es la que ha venido desmontando, durante todo el siglo XX, sus posiciones. Es, sencillamente, una ideología de usar y tirar que, efectivamente, Zapatero quiere impulsar como nuevo sistema de adoctrinamiento. Porque si lo que queremos es que los niños aprendan más ciencias basta con ampliar los horarios de esas disciplinas. Si, por el contrario, lo que pretendemos es hacer proselitismo de mollera estrecha, lo que se requiere es una asignatura nueva, con profesores nuevos formados para el caso, con contenidos bien definidos y controlados y, si es posible, con algún energúmeno que apoye en los medios de comunicación.

Otro asunto bastante curioso es lo pesados que se ponen estos ateos hablando de Dios. Todo el día con Dios para arriba y para abajo. No hay predicador ni moralista más cansino que ateos de esta calaña, siempre haciendo proselitismo de la nada que llevan bajo el brazo. Esto de que algunos ateos nos quieran enseñar a los cristianos lo que es la fe a mí me resulta, como poco, de mala educación. Imagínese que usted viaja por una carretera secundaria y ve en el arcén a una señora cambiando una rueda. Se detiene y se acerca a ayudarla, percibiendo que está muy nerviosa, cabreada. Al rato la mujer se justifica diciendo que su estado de ánimo obedece al incidente del pinchazo de la rueda, y usted, sabio entre los sabios, la mira por encima del hombro y le dice: "eso es el período". Su interlocutora sentirá que usted ha reducido su humanidad, que se dirige a ella como a un muñeco, que no es para usted más que sus angostos prejuicios.

Cuando escucho a ateos así explicar qué es la fe (con cualquier estúpida y manida tesis feuerbachiana) y afirmar de seguido que no la tienen, suelo pensar para mis adentros: "es que eso que tú describes como fe el que la tenga debe ser gilipollas"; y me pregunto inmediatamente: ¿este imbécil verdaderamente piensa que durante más de veinte siglos millones y millones de personas han tenido fe, y que la fe es eso que él describe? Una pizca de humildad bastaría para reconocer con sencillez que uno no sabe lo que es y, en lugar de pontificar, prestar atención.

Y es que prestar atención a las cosas suele ser la mejor manera de aprender, y siempre es más útil que intentar reducirlo todo a los tres simplones criterios que nos proporciona la ideología de turno.

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