Diario de un caminante a Santiago

Santiago de Compostela (18-07-2014)

España · José Manuel de Torres
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3 agosto 2014
El caminante, que él recuerde, nunca había andado 41 kilómetros en una sola jornada en los 52 años que le contemplan. La etapa ha sido sencillamente brutal. La salida de Arzúa, pasadas las 6 y media  de la mañana, y con un pequeño desayuno de café con leche y un bollo de chocolate, levanta el ánimo al andante que “emprende” el camino sin ataduras y con la resolución de llegar cuanto más lejos, mejor. Monumento inaugurado por Juan Pablo II, Monte del Gozo

El caminante, que él recuerde, nunca había andado 41 kilómetros en una sola jornada en los 52 años que le contemplan. La etapa ha sido sencillamente brutal. La salida de Arzúa, pasadas las 6 y media  de la mañana, y con un pequeño desayuno de café con leche y un bollo de chocolate, levanta el ánimo al andante que “emprende” el camino sin ataduras y con la resolución de llegar cuanto más lejos, mejor. La senda pronto se empina y los repechos descendentes y ascendentes para vadear continuos riachuelos machacan aún más los doloridos músculos del caminante, que se propone seguir con la buena costumbre de sellar la credencial en las iglesias que bordean el Camino, pero hoy, lamentablemente, no las encuentra abiertas hasta llegar a la Catedral. También han desaparecido los mojones que nos aliviaban la mente y nos descubrían lo rápido o lo lento que consumíamos los kilómetros. Así que nos orientamos con los nombres de los pueblos que vamos dejando atrás: Cortobe, Calzada, Ferreiros, Salceda, Santa Irene, Pedrouzo, San Antón y Lavacolla. Hoy la lucha entre la cabeza y el corazón ha sido descomunal. La cabeza exigía parar y el corazón rogaba continuar: un paso más, por favor. Dicen que un peregrino como este que me acompaña dejó escrito en su tumba este epitafio: “Ante mi tumba reza, haz como yo, impón el corazón a la cabeza”. El viajante, a estas alturas del camino, tiene la imaginación absolutamente desbordada por la experiencia mística y desvaría a lo don Quijote. Definitivamente, el camino hace amigos verdaderos y ofrece lo mejor de cada persona. Las historias dolorosas abundan entre los caminantes: pérdidas, separaciones, heridas del corazón que sólo el corazón del Camino sabe cuidar y reparar. Y al compartir los sufrimientos los caminantes van perdiendo lastre y recobran las fuerzas del espíritu. Recuperar energía en las piernas, ése ya es otro cantar.

El caminante, que es creyente, cree que el Apóstol está realmente enterrado en Santiago de Compostela (allí donde una luz señaló su tumba al eremita Pelayo y al obispo Teodomiro en el siglo IX, en tiempos del rey Alfonso II: “campus stellae”, “campo de las estrellas”, o “compositum tellus”, “tierras hermosas”, nos da igual), allí es donde se construyó primero la iglesia prerrománica arrasada por Almanzor y después la actual Catedral, empezada románica y rematada en esplendorosas torres barrocas. El caminante sabe, por que lo ha escuchado por el camino, que otros caminantes mucho menos crédulos peregrinan sin plantearse siquiera si el señor Santiago saldrá a recibirles. Son los más los que planean el día (viernes) para llegar a tiempo a la misa vespertina y ver el famoso botafumeiro, como si la bendición del altar fuera el colofón del viaje. El caminante sabe que su botafumeiro es el amor de Dios y la sonrisa de la gente sencilla que va encontrando, y que más allá de la Tierra conocida, el “Finis Terrae” de cada uno reside en la belleza interior y en la esperanza de contemplar la luz divina tras estos parámetros mundanos. Entonces el caminante se plantea que, como en botica, hay buenos y malos compañeros de viaje y que el mismo camino, sabio como él solo, acaba por juntarlos.

La meta es el camino, pero la meta del Camino está tan cerca que nos decidimos a acometer la cansada tarea de recorrer dos etapas en una, y al llegar al Monte del Gozo y divisar desde el monumento a Juan Pablo II las cúpulas de la catedral, el caminante tiene el deseo loco de precipitarse raudo hacia Santiago. Bendita locura que nos deparará la oportunidad de llegar a tiempo a la misa del peregrino, de recibir el abrazo del Apóstol y orar unos breves instantes ante su tumba. Pero antes hemos conocido a un buen amigo italiano, y a todo su dolor hecho metáfora en forma de camino, y a una guapa leonesa con grandes proyectos de presente y futuro, y a una querida amiga austriaca, con toda su lucha a cuestas y su constancia en la vida para salir adelante a pesar de tantos problemas y sinsabores. Todos queríamos abrazar al Santo cuanto antes y con todos hemos compartido la dureza y la soledad del Camino, aunque hemos comprendido estos días que la soledad del peregrino es aparente. Todos vamos bien acompañados desde la primera hora del camino, como en la vida. Hoy la meta es alcanzar la felicidad de obtener la Compostela en la Oficina del Peregrino, abrazar al Apóstol en la Catedral y llevarle las intenciones más escondidas del alma para que él las acerque a Dios Hijo, y al hacerlo las emociones se disparan. El caminante, que es muy dado a lo sentimental, pasa y abraza a Santiago dos veces para asegurarse. Y éste se lo agradece con pequeños gestos que hace que todo, absolutamente todo, cuadre por unos instantes. El caminante le ha confesado a Dios Padre sus culpas y como penitencia le pide más ayuda en el quehacer cotidiano: el camino invisible de la vida de cada día. Destrozados físicamente, pero llenos del Espíritu del Camino, nos retiramos al reparador Seminario Menor, a la espera de aprovechar la jornada ganada al Camino con tanto sufrimiento.

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