San Agustín, el punto de referencia de Hannah Arendt

La actualidad de Hannah Arendt, dicho en pocas palabras, consiste en haber abierto la politología a un factor que está exquisitamente ligado a la vida consciente de los individuos. Es decir, el hecho de haber llamado fuertemente la atención sobre el gran peso que tiene el pensamiento en relación con los acontecimientos históricos y políticos del mundo. Entendiendo el pensamiento no como una facultad abstracta del hombre sino como eso que ella llamaba la verdadera “vida de la mente”, es decir, la capacidad que tiene cada hombre para buscar y captar un significado adecuado para vivir y para actuar.
Todo ello encuentra aplicaciones en lo que Hannah Arendt afirmaba con fuerza, que los totalitarismos del siglo XX nacen precisamente del hecho de inhibir sistemáticamente esta capacidad del pensamiento humano. Entre las muchas obras de la escritora, filósofa y educadora, destaca sin duda “La banalidad del mal” (1963) que en su momento fue muy criticado, y al que recientemente se dedicó una película de Margarethe von Trotta.
Este texto también tuvo una importancia rompedora por el contexto en que nació. Hannah Arendt era la enviada del semanario New Yorker para seguir el proceso contra el jerarca nazi Adolf Eichmann en Jerusalén. Pero más que identificar en Eichmann, como era de esperar, con el mal absoluto, ella dirigió esta mirada despiadada pero de enorme realismo al hecho de que el mal mismo se esconde entre los pliegues de las decisiones ordinarias y profesionales de hombre normales. En este sentido, las decisiones de las que Eichmann trataba de defenderse eran justificadas por él por el hecho de que “solo” estaba obedeciendo órdenes.
Algunos tomaron todo esto como una terrible justificación de lo que parecía injustificable, y la polémica contra Arendt se hizo durísima por parte de los propios ambientes hebreos. Sin embargo, después de aquella discusión sigue aún viva, como una paradoja que no se puede censurar, la cuestión que ella planteaba, es decir, que el mal sigue siendo una posibilidad terrible pero abierta ante nuestra libertad, y por tanto es algo que de manera realista todos podríamos hacer.
En sus años jóvenes, en cambio, Hannah Arendt escribió un estudio titulado “El concepto de amor en san Agustín”, una obra muy significativa no solo desde el punto de vista filosófico sino también existencial y biográfico. Es su tesis doctoral, que escribió en Heidelberg bajo la guía de Karl Jaspers (publicada en 1929), aunque ella fue –como es sabido– discípula, amiga y amante del filósofo Martin Heidegger. Llegado un cierto punto, ella decide separarse de él y escribir su tesis con Jaspers, también porque su relación con Heidegger había llegado a un punto insostenible, al no estar él dispuesto a hacer pública su relación.
Sin embargo, en su texto sobre el concepto agustiniano de amor se percibe muy bien la influencia del pensamiento heideggeriano. Sobre todo, la idea de que el pensamiento del hombre siempre es un conocimiento afectivo, marcado por esos “estados de ánimo” o “tonalidades emotivas” que son mucho más que condiciones psicológicas, auténticas disposiciones ontológicas de la vida que hacen que el pensamiento sea siempre una realidad viviente.
Pero Agustín, aun siendo Arendt una hebrea no creyente, paradójicamente fue siempre un punto de referencia imprescindible en su búsqueda politológica y existencial. De modo particular una frase que ella cita al final de su gran obra “Los orígenes del totalitarismo” (1951): “Initium ut esset, creatus est homo”, el hombre es creado para comenzar, para dar inicio a algo. Cada hombre es siempre como un nuevo inicio del mundo. Y en esa sorprendente capacidad de comenzar, en esta continua “natividad” que sigue siendo única, está la verdadera arma contra los totalitarismos de cualquier género.