¿Sabe lo que hace Arabia Saudí?

Mundo · Ricardo Benjumea
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15 enero 2015
Arabia Saudí es el primer responsable de la caída de los precios del petróleo. La decisión puede explicarse según claros intereses tanto en el plano económico, como en el político. Pero hay también incertidumbres y puntos oscuros. ¿Sabe Arabia Saudí lo que hace, o actúa a la desesperada, temerosa de perder su influencia internacional? ¿Está en condiciones el régimen de afrontar con éxito la sucesión del nonagenario rey Abdalá?

Arabia Saudí es el primer responsable de la caída de los precios del petróleo. La decisión puede explicarse según claros intereses tanto en el plano económico, como en el político. Pero hay también incertidumbres y puntos oscuros. ¿Sabe Arabia Saudí lo que hace, o actúa a la desesperada, temerosa de perder su influencia internacional? ¿Está en condiciones el régimen de afrontar con éxito la sucesión del nonagenario rey Abdalá?

Por un lado, Arabia Saudí, el país con la mayor capacidad de producción de petróleo del mundo, tiene en estos momentos incentivos para revertir su tradicional política de apoyo a mantener altos los precios del petróleo. Así provoca que dejen de ser rentables las inversiones en técnicas de fracking, gracias a las cuales EE.UU. está a punto de convertirse en un país exportador neto de petróleo. Los bajos precios garantizan a los saudíes mantener su cuota de mercado, y también retrasar los ya de por sí retrasados planes de la llamada «transición energética» en Occidente. Los expertos vaticinan que, ya en la próxima década, entraremos en un período de gran escasez de crudo por agotamiento de las reservas, y el mundo aún no está preparado para compensarlo con fuentes de energía alternativas.

Debilitar a Irán

Es muy posible, sin embargo, que la estrategia saudí obedezca, antes, a intereses políticos. Entre los grandes perjudicados por la actual situación, se encuentran dos grandes rivales de Arabia Saudí: Rusia y, sobre todo, Irán, el gran enemigo regional y el gran beneficiario de los cambios políticos en Oriente Próximo de los últimos años. A juicio de los principales analistas, a los saudíes les provoca verdadero pavor la perspectiva de una reconciliación entre EE.UU. e Irán, que revolucionaría completamente el tablero político de Oriente Próximo.

No les falta razón a quienes afirman que esa alianza con Irán sería mucho más lógica y coherente que la actual con Arabia Saudí, lo cual son palabras mayores, en un momento en que ambos países libran una guerra feroz en Siria o Iraq. De hecho, se constata que empieza a suavizarse en EE.UU. la retórica hacia Teherán (¡el régimen de los ayatolás pone también de su parte!), mientras proliferan cada vez más las críticas sobre viejos y conocidos asuntos, como la vulneración de derechos humanos, o el apoyo saudí al terrorismo yihadista, que antes se intentaba silenciar, y que, de repente, empieza a resultar intolerable a muchas personas en Washington.

El periodista Patrick Cockburn, del periódico de The Independent, documenta en su libro “El retorno del yihadismo” cómo las autoridades norteamericanas facilitaron, en los días siguientes al atentado del 11-S, la salida del país de familiares de Bin Laden. Y que, en las investigaciones posteriores, se ocultaron pruebas sobre la conexión saudí con la trama.

Años más tarde, en 2009, en uno de los cables filtrados por Wiki Leaks, la secretaria de Estado Hillary Clinton se quejaba del patrocinio saudí a los grupos terroristas, situación que se ha mantenido en los últimos años, pese a lo cual el presidente Obama firmó un acuerdo para financiar el entrenamiento en Arabia Saudí de combatientes contra Bachar Al Asad en Siria.

Progresivamente, sin embargo, el gobierno norteamericano ha empezado a emplear un tono exigente hacia Arabia Saudí. En junio, el secretario de Estado, John Kerry, exigió a este país que deje de financiar el terrorismo.

¿Quién manda en Riad?

Arabia Saudita se encuentra en una posición internacional cada vez más insostenible. Probablemente por ello, ha asumido en los últimos tiempos una política exterior mucho más agresiva que hasta ahora, aunque también llena de decisiones erráticas o aparentemente improvisadas.

Ha sido el gran patrocinador mundial de los grupos yihadistas, que ahora empiezan a volverse en su contra. Mandó sus tropas al vecino Bahrein (monarquía sunita, población chií) para salvar el pellejo de su rey, ligando así su futuro a un modelo de monarquía férreamente autoritaria (que claramente tiene sus días contados en el mundo árabe), enemistándose en cambio con los grupos islamistas que proliferaron durante la llamada primavera árabe. Rechazó en diciembre un asiento en el Consejo de Seguridad de la ONU para expresar su malestar por el acercamiento de Washington a Teherán, dando más argumentos a quienes, en número creciente, cuestionan la alianza norteamericana desde los tiempos de Roosevelt con la Casa real saudí. Retiró a su embajador en Catar, en protesta por el apoyo de este emirato a los Hermanos Musulmanes egipcios (y seguramente también molesto por las informaciones de la televisión catarí Al Jazeera), al mismo tiempo que proponía un confuso plan para dar una mayor dimensión política al Consejo de Cooperación del Golfo, que agrupa a todas las monarquías de la región (el plan, obviamente, fracasó).

¿Quién toma las decisiones en Riad? Es una incógnita. El anciano rey Abdalá tuvo que ser ingresado el 31 de diciembre por una neumonía, y aunque abandonó el hospital una semana más tarde, su estado de salud es delicado. Su sucesor, el príncipe Salman, de 78 años, podría padecer alzheimer, lo que explicaría la designación de otro hermano del rey, el príncipe Muqrin (69 años), como segundo heredero, en caso de sede vacante, por defunción o incapacidad tanto del rey como de su delfín. En la siguiente generación en la línea de sucesión, aparecen cientos de príncipes, agrupados en bandos enfrentados.

La situación interna del país no es más sencilla. El país cuenta con millones de jóvenes (casi dos tercios de los 20 millones de saudíes tienen menos de 30 años) a los que debe dar empleo, pero la economía saudí es fuertemente dependiente del petróleo, que a su vez financia las faraónicas inversiones en obras públicas de las que tanto presume el régimen. Todo ello demanda mano de obra extensiva y poco cualificada. Ese tipo de trabajos manuales quedan reservados a los inmigrantes, que constituyen dos terceras partes de la población activa del país, y a veces están sometidos a condiciones que pueden calificarse de esclavitud.

El país ha endurecido su política migratoria, y pretende expulsar a buena parte de sus extranjeros, que empiezan (muy tímidamente) a rebelarse. Pero para reformar su economía y abrirla a nuevos sectores productivos, más que expulsar a extranjeros, el país tendría que poner límite a sus millonarios subsidios, y fomentar que trabajar y emprender resulte rentable. Sólo entonces los jóvenes empezarían a tener oportunidades de trabajo. Sin embargo, no está tan claro que los saudíes estén dispuestos ahora a empezar a trabajar, tras décadas acostumbrados a no tener que hacerlo.

Los jóvenes son una importante fuente de inestabilidad. Y los inmigrantes. Y las aristocracias acomodadas a la situación actual, que tarde o temprano tendrán que afrontar el final de la era del petróleo.

Hay otros peligros. Las mujeres, privadas de derechos básicos de ciudadanía, y la reprimida minoría chií (un 15% de la población) son otras dos potenciales bombas de relojería que podrían complicar la transición en la monarquía saudí.

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