Rousseff, una victoria pírrica que puede derivar en ´de profundis´
En una de las campañas políticas más aberrantes de su historia, con golpes bajos verdaderamente indignos de candidatos que deberían representar a un pueblo en un gobierno democrático, Brasil ha decidido, con un margen estrechísimo (51% contra 49%) devolver su confianza a la presidenta saliente Dilma Rousseff, decretando la derrota del socialdemócrata Aecio Neves. Pero lo importante es que el país gobernado por el Partido de los Trabajadores se encuentra dividido en dos.
Lo primero que hay que señalar es que la presidenta solo se ha podido confirmar en el cargo gracias al voto de las regiones más pobres del país, donde la amenaza que ha aireado a los cuatro vientos, diciendo que en caso de que ganara su adversario se eliminarían los míseros subsidios que el Estado concede a la masa de desheredados que todavía se cuentan en Brasil, le ha dado el combustible necesario para alcanzar este “histórico” resultado.
Pero ese no ha sido el único argumento utilizado por la representante del PT: durante toda la campaña Rousseff, que evidentemente se sentía con el agua al cuello, no ha dejado de lanzar golpes bajos refiriéndose a la vida privada de su contrincante, al que ha presentado como un playboy violento, en respuesta a las acusaciones, que a decir verdad ni siquiera ella ha llegado a negar, de haber presidido durante estos años un gobierno altamente corrupto, con escándalos en serie que la han obligado a adoptar medidas, por otro lado solo teóricas por lo que parece, de lucha contra esta plaga.
En cualquier caso, la victoria ha llegado, pero ha sido tan estrecha que constituye un serio problema, aunque en la cámara la coalición vencedora no debería tener grandes problemas para gobernar. El resultado podría mostrarse a corto plazo como un boomerang muy peligroso, porque los números del boom brasileño, debido también a la crisis mundial que empieza a hacerse notar sobre todo en las exportaciones, empiezan a ser preocupantes, porque las cuentas del Estado comienzan a no cuadrar.
La razón es muy sencilla: obras faraónicas aparte, la mayoría de las cuales no tenía una gran importancia social, la corrupción y sobre todo la gigantesca cantidad de subvenciones (o si se prefiere, de limosnas) para las clases más pobres empiezan a incidir terriblemente en las cuentas, como por otro lado sucede en todos los estados donde reina el populismo. Se está llegando a un punto en que son irrenunciables, porque eso significaría una pérdida de votos incalculable, y por ello los fondos empiezan a sustraerse de otros sectores. Por ejemplo, a pesar de las reiteradas promesas (que ya hizo Lula), la sanidad en Brasil se sitúa a unos niveles pésimos, es una de las peores del continente, pero se ha optado por subirse al carro de los mundiales de fútbol y de las olimpiadas, que han supuesto inversiones faraónicas tomadas de los fondos sociales, todo por una cuestión de mera imagen.
Este es el punto central, la apariencia en vez del ser, raíz del desarrollo distorsionado de las llamadas democracias populares, y no solo eso: el principio, casi tan viejo como el mundo, donde uno se compromete por un objetivo social pero al final descubre que eso es solo un globo hinchado para alimentar a los medios y a la gente.
En Brasil, como sucede también en Argentina, se habla de lucha contra la pobreza pero no dejan de ampliarse las limosnas, que se dan con el único objetivo de mantener inactivas y por tanto bloquear en su condición a las clases menos pudientes, sin introducir de ningún modo una piedra angular esencial: la de la cultura del trabajo. Eso significa no elevar social ni culturalmente, en una época donde el libre pensamiento, sometido a la falsa libertad de internet y de medios totalmente complacientes con el poder de turno, y debería ser el enemigo a abatir. Transforma la pobreza en un poderoso recurso político: qué pensará el Papa Francisco al ver que incluso en su Argentina se recurre a este medio sin ocultar demasiado los fines.
Otro problema reside en la concepción del poder eterno, otro gran enemigo de la democracia, al que se apunta pero que corre el riesgo, como siempre ha sucedido, de precipitar a los países en crisis debidas a la transformación del estado en un monolito al servicio del enriquecimiento exponencial del gobierno de turno. Es un aspecto preocupante, y la esperanza, verdaderamente poco plausible, es que Dilma comprenda todo esto y adopte medidas como mantener la independencia de sectores gestionados por el estado como la información y el banco central. Porque en caso contrario, pasaríamos de estar ante una victoria pírrica a un “de profundis” inevitable.