Romain Gary, un escritor en la piel de los otros

Cultura · Antonio R. Rubio Plo
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1 diciembre 2020
Leí la noticia de que la actriz Sophia Loren iba a protagonizar una película a sus 86 años, dirigida por su hijo Edoardo Ponti. El film se acaba de estrenar, distribuido por Netflix, con el título en español de ‘La vida por delante’. Dicha traducción me despistó hasta que me di cuenta de que se había realizado una nueva versión cinematográfica de ‘La vie devant soi’, la novela de Émile Ajar, ganadora del Premio Goncourt de 1975. El título francés es mucho más expresivo que el que se le ha dado en español. Es la vida la que se abre en el horizonte, la que se despliega ante un muchacho de doce años, pero también ante una anciana, próxima a cerrar su ciclo vital, que recobra la alegría de vivir gracias a ese muchacho. En la novela el protagonista era un niño argelino, Momo, que vivía en París con Madame Rosa, que acoge a hijos de mujeres dedicadas a la prostitución.

Leí la noticia de que la actriz Sophia Loren iba a protagonizar una película a sus 86 años, dirigida por su hijo Edoardo Ponti. El film se acaba de estrenar, distribuido por Netflix, con el título en español de ‘La vida por delante’. Dicha traducción me despistó hasta que me di cuenta de que se había realizado una nueva versión cinematográfica de ‘La vie devant soi’, la novela de Émile Ajar, ganadora del Premio Goncourt de 1975. El título francés es mucho más expresivo que el que se le ha dado en español. Es la vida la que se abre en el horizonte, la que se despliega ante un muchacho de doce años, pero también ante una anciana, próxima a cerrar su ciclo vital, que recobra la alegría de vivir gracias a ese muchacho. En la novela el protagonista era un niño argelino, Momo, que vivía en París con Madame Rosa, que acoge a hijos de mujeres dedicadas a la prostitución.

En la versión cinematográfica la acción se traslada a la ciudad italiana de Bari. Momo es ahora un niño senegalés de la calle, y la señora Rosa sigue en su papel de protectora de la infancia, al tiempo que comparte con el personaje literario la traumática experiencia de haber pasado por el campo de exterminio de Auschwitz. Una anciana desconfiada y golpeada por la vida será capaz de recobrar su ternura femenina con un niño que había llegado a robarle, y descubrirá que, pese a sus distintas edades y orígenes, tienen mucho en común, pues no les separan sus raíces judías y musulmanas. El resultado es una recomendable película que muestra las heridas producidas por la soledad y el desarraigo. No es exagerado calificar este film como una crítica directa a esa globalización de la indiferencia a la que se refiere a menudo el papa Francisco.

El estreno de esta producción de Netflix coincide con el 40 aniversario de la muerte de Romain Gary, el escritor que se ocultaba bajo el seudónimo de Émile Ajar. Fue el 2 de diciembre de 1980 cuando Gary se pegó un tiro en su piso del número 108 de la parisina rue du Bac, una calle de historia singular en la que vivió Chateaubriand y en la que se encuentra la capilla de la Medalla Milagrosa. Me atrevo a decir que Romain Gary se parecía a Chateaubriand con su capacidad de adaptarse a los tiempos sin dejar de ser él mismo, y que acaso reflexionara sobre la importancia de la mujer en el cristianismo tras haber paseado por las proximidades de la citada capilla. Las raíces judías de Roman Kacew, su nombre originario, son evidentes, sobre todo por su madre, y por ser originario de Vilna, la capital lituana que llegó a ser calificada como la Jerusalén del este. Pero la vida de Gary es una maraña tan compleja, y a la vez atractiva para una novela o un guion cinematográfico, que no siempre es fácil separar la ficción de la realidad aunque los hechos externos den la impresión de ser irrebatibles. Digo esto porque Gary fue bautizado como católico, un salvoconducto que quiso su madre para él en tiempos de creciente antisemitismo, pero parecía repugnarle el cristianismo entendido exclusivamente como una moral. Esto no era incompatible con su admiración por muchas de las palabras de Jesús. Llegó incluso a decir que Cristo fue el primer hombre que habló con voz femenina, en el sentido de que promovió la ternura, la compasión y el amor, unas virtudes femeninas. Gary se identificaba como agnóstico, pero le gustaba ese Jesús. También era evidente que esas virtudes eran las mismas que había practicado su madre para con él. La ausencia de un padre fomentó en la vida del escritor la búsqueda de un ideal femenino. Nunca lo encontró plenamente en su existencia de amoríos fugaces y matrimonios fracasados.

Romain Gary vivía atrapado por el yo, pero no el yo de esa autodeterminación pasiva que tanto se lleva y que conduce a la inacción. El suyo era un yo activo, consagrado a la acción y, en consecuencia, dispuesto a crearse un personaje en las distintas etapas de su existencia. Era un personaje, como los de Pirandello, en busca de un autor, y este autor solo podía ser el propio Gary. Por eso admiraba a De Gaulle, en cuyas filas había luchado durante la Segunda Guerra Mundial. El general, según Gary, era a la vez novelista y personaje. De Gaulle se había creado a sí mismo, al igual que Balzac había creado a sus personajes. No es casual, sin duda, que De Gaulle fuera un apasionado de la escritura.

De todo lo anterior acaso podría llegarse a la conclusión de que la egolatría dominaba a Romain Gary. Pero el ególatra en estado puro carece de sensibilidad hacia los demás. En cambio, nuestro escritor subrayaba la necesidad de ponerse en la piel de los otros, pues si no es así, nadie está verdaderamente en su piel. Debió de aprenderlo también de su madre Mina Owczynska, mujer de carácter enérgico y a la vez tierno, y en la que no sería difícil encontrar similitudes con Madame Rosa, unas similitudes que también acercarían a Romain Gary a la piel de Momo.

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