Editorial

Revelador destello de unidad

Editorial · Fernando de Haro
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1 noviembre 2015
Escenas inéditas en España desde hace 15 años. La crisis desatada por la resolución secesionista en favor de la “república independiente de Cataluña” nos ha dejado fotos de una unidad que parecía material de archivo.

Escenas inéditas en España desde hace 15 años. La crisis desatada por la resolución secesionista en favor de la “república independiente de Cataluña” nos ha dejado fotos de una unidad que parecía material de archivo.

Rajoy, el hombre al que no le gusta tomar iniciativa política y prefiere la “gestión de los asuntos tranquilos”, se ha puesto al frente de un acuerdo de Estado, no escrito, en favor de la integridad del país. El presidente del Gobierno ha acertado al convocar a los líderes de los principales partidos. Y ha conseguido mucho. Ha conseguido el apoyo de los socialistas y de Ciudadanos, la nueva formación emergente a la que algunas encuestas sitúan ya en segundo puesto en intención de voto. Y ha cosechado también el rechazo de los nuevos radicales de Podemos. Ha sido una respuesta que retrata a esa nueva izquierda más empeñada en conseguir rédito electoral que en ayudar cuando la crisis es muy seria.

No se producía un acuerdo así desde el año 2000, cuando la derecha y la izquierda firmaron el Pacto Antiterrorista contra ETA, pacto que convirtió la cuestión en un asunto de Estado. Ni la grave crisis de los últimos años, ni la emergencia educativa ni tampoco el calvario del desempleo han conseguido la recuperación de un consenso básico. Fue esa concordia elemental, que a veces reaparece, lo que hizo posible una transición ejemplar. Pero la polarización lleva instalada en España, por desgracia, desde hace casi dos décadas. El otro es el mal, el adversario político un enemigo a destruir. La España de frentes políticos se transforma en una España de trincheras sociales.

La declaración de independencia tendrá poco recorrido. Será recurrida ante el Tribunal Constitucional y quedará suspendida. La principal tarea es política y social. El Gobierno y los dos partidos constitucionalistas que le apoyan tienen el reto de ganar la batalla jurídica y, al tiempo, hacer avanzar el rechazo a la secesión entre la sociedad catalana. Eso es posible solo con buena política, con pedagogía y con una unidad. Tres factores hasta ahora ausentes. Luego habrá que dar una “salida jurídica” al deseo de una España diferente. La reforma constitucional que reclaman los socialistas parece conveniente. Como lo es una ley de claridad similar a la canadiense que permita celebrar un referéndum.

En cualquier caso, antes de debatir las soluciones más pertinentes, parece conveniente detenerse a mirar despacio ese destello de unidad que por unos instantes ha sorprendido a los españoles. Nos ha deslumbrado. No estamos acostumbrados a estos momentos de luz. Y casi de un modo inconsciente nos hemos dicho: ¡es esto, es esto lo que queremos! Un segundo de vida pública en el que, por un instante, se ha reconocido algo superior a las diferencias ideológicas, algo compartido, nos ha hecho entender a qué aspiramos.

La política, que parece habernos dado este instante, no sirve para producirlo. La transición fue posible porque la gente en la calle se reconocía en un proyecto común (“Vamos a elevar a la categoría política de normal lo que a nivel de calle es simplemente normal”, decía Adolfo Suárez). Lo mismo sucedió con el terrorismo. Solo la muerte de Miguel Ángel Blanco (1997) disolvió la niebla que cegaba la conciencia social sobre los asesinatos cometidos en nombre de la patria vasca. Y también entonces los ciudadanos fueron por delante. Ahora ha sucedido lo mismo. Rajoy ha sabido interpretar la urgencia de la gente.

La vida pública española está llena de furia y ruido. Y es así en gran medida porque el partidismo lo invade todo. El partidismo impone su agenda, está cómodo con la frivolidad (banalidad televisa que llega hasta el último rincón), con la repetición de ideas huecas que profundiza las trincheras y que hace imposible un diálogo de experiencia a experiencia. Es un terreno en el que todo se da por supuesto, un campo invadido por argumentarios sin argumentos. La posición que se adopta, supuestamente cargada de razones, es solo una máscara tras la que se oculta una pereza descomunal. Erigimos palabras como estandartes y cuando se pregunta por su contenido es difícil encontrar algo consistente: federalismo, unidad de mercado, libertad de educación, laicidad, igualdad, Estado del Bienestar y muchas otras fórmulas son, en muchas ocasiones, golpes de viento.

La falta de una reflexión detallada y serena sobre aquello que nos permitiría vivir mejor se convierte en una censura casi absoluta si se trata de reconocer y comprender por qué estamos juntos. Lo curioso es que esa banalidad y censura se disipan cuando aparece, como ha sucedido en los últimos días, un destello de unidad. ¿Qué no ocurriría si ese momento fuera cultivado?

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