Editorial

Respiramos pero la deculturación avanza

Editorial · Fernando de Haro
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7 mayo 2017
Francia respira tranquila. Europa respira tranquila. Los resultados han mejorado las encuestas. Macron 65 por ciento. Le Pen 35 por ciento. La solución de urgencia ha dado resultado. Derrotados el centro-derecha y el centro-izquierda tradicionales en la primera vuelta, el candidato con poco pasado, el socio-liberal sin pertenencia previa, salvo la de ser miembro de la élite, ha servido para frenar el nacionalismo ultra de pertenencia ideológica.

Francia respira tranquila. Europa respira tranquila. Los resultados han mejorado las encuestas. Macron 65 por ciento. Le Pen 35 por ciento. La solución de urgencia ha dado resultado. Derrotados el centro-derecha y el centro-izquierda tradicionales en la primera vuelta, el candidato con poco pasado, el socio-liberal sin pertenencia previa, salvo la de ser miembro de la élite, ha servido para frenar el nacionalismo ultra de pertenencia ideológica.

Respiramos tranquilos unos minutos. Es lógico, una victoria de Le Pen hubiera sido una gran debacle. Pero después nos asalta una pregunta acuciante. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Cómo hemos llegado a una situación en la que una derrota del Frente Nacional con un 35,5 por ciento de los votos nos puede parecer un triunfo que celebrar? ¿Por qué tantos franceses han votado a la candidata antieuropea y xenófoba?

El proceso se parece al que le dio la victoria a Trump, aunque con diferencias. El mundo rural vota contra las élites también aquí. Pero no parece que en Francia la clase media blanca esté especialmente castigada ni que sufra un Estado de infelicidad general, como el que ha disparado los suicidios en Estados Unidos un 78 por ciento. El país vecino es la nación de Europa con la mayor tasa de fertilidad: un 1,96. Para concebir un hijo se requiere cierta sensación de positividad.

Y, sin embargo, en Francia no se habla más que del “declive”. Buena parte de los franceses han ido a votar con la sensación de que su país declina a causa de la globalización, de la inmigración, de la burocracia de la Unión Europea.

Cierta ceguera tecnocrática y liberal, especialmente difundida en España, atribuye el avance del populismo a los sufrimientos económicos causados por la crisis. Estamos ante el claro ejemplo de que se trata de una tesis insuficiente. El país que va a presidir Macron crece poco (1,3 por ciento). Una tasa de paro del 10 por ciento es mucho desempleo para la sociedad francesa (sería una excelente noticia en España y es un coeficiente que está cerca del desempleo técnico). Pero en Francia sigue en vigor la jornada de 35 horas y la jubilación a los 62 años. Con Hollande no ha habido austeridad real, los sueldos no han bajado y los recortes han sido poco significativos. El 50 por ciento del PIB está en manos del Estado. El declive es más imaginado que real.

Como es también imaginada la amenaza exterior que atribuye a inmigrantes islámicos la responsabilidad de la violencia y del terror. El problema está dentro, en jóvenes que han escuchado predicar desde pequeños los grandes valores de la república laica y que los han encontrado vacíos como moldes de yeso. Los últimos atentados han sido cometidos por ciudadanos franceses. Tras el último golpe que mató a un policía en los Campos Elíseos, Olivier Roy explicaba: “no hay matriz islamista en los ataques. Se trata de criminales que se convierten en musulmanes pocos días antes de atentar y que hablan del ISIS para conseguir más eco”. Según el gran estudioso del islam, “el verdadero problema es una radicalización provocada por un ‘deculturación’: estos nuevos yihadistas han perdido el vínculo con su cultura y con sus familias. Ya no hablan árabe. Se adaptan a una cultura juvenil de videogame, de rap y droga. Y se sienten humillados por razones sociológicas, psicológicas o personales”.

Hace 70 años, la Francia que salía de la II Guerra Mundial no odiaba al extranjero y soñaba con la globalización. El gran Albert Camus, en las páginas de Combat, escribía: “No cabe duda de que Francia es un país mucho menos racista que todos cuantos he tenido ocasión de visitar”. Y añadía algunos días después en el mismo medio: “muchos estadounidenses quisieran seguir viviendo encerrados en su sociedad, que les parece buena. Muchos rusos quisieran quizás seguir viviendo la experiencia estatista al margen del mundo capitalista. No podrán hacerlo. Del mismo modo, ningún problema económico, por secundario que parezca, puede solucionarse hoy en día sin la solidaridad de las naciones”. Muchos nietos de Camus añoran ahora muros y un nacionalismo de vía estrecha.

La explicación más plausible de este cambio es que la deculturación que ha alcanzado a los jóvenes radicales también ha llegado, de otra manera, a los adultos de orden. Nos ha alcanzado a todos. Ya no conocemos la lengua en la que se escribieron los fundamentos de la democracia europea. Esa lengua era antes que gramática un cúmulo de experiencias. Entre las que estaban el valor del otro o el valor de un proyecto compartido que no es solo mercado ni tutela de derechos subjetivos. Las grandes tradiciones francesas, ilustradas, liberales, socialistas, católicas o comunistas no han mantenido el edificio en pie.

Bien está que en Francia haya un presidente de urgencia como Macron, o en España otro como Rajoy. Pero no poner en su justa medida estas soluciones momentáneas puede llevar a engaño. Sin “reculturación” la “deculturación” seguirá avanzando.

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