Rémi Brague: islam, ilustración y ´cristianistas´

Cultura · Massimo Borghesi
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21 abril 2015
Una entrevista a campo abierto con uno de los pensadores más brillantes de Europa, Rémi Brague, es lo que acaba de publicar Giulio Brotti en el libro “Dove va la storia? Dilemmi e speranze” (¿Hacia dónde va la historia? Dilemas y esperanzas). Famoso por algunos de sus libros traducidos al español, Brague proviene de los estudios de pensamiento medieval, en particular de la filosofía árabe.

Una entrevista a campo abierto con uno de los pensadores más brillantes de Europa, Rémi Brague, es lo que acaba de publicar Giulio Brotti en el libro “Dove va la storia? Dilemmi e speranze” (¿Hacia dónde va la historia? Dilemas y esperanzas). Famoso por algunos de sus libros traducidos al español, Brague proviene de los estudios de pensamiento medieval, en particular de la filosofía árabe.

De ahí un conocimiento de primer nivel del pensamiento islámico, verdadero puente, según el autor, con la cultura europea. “La filosofía árabe es lo que más próximo a Occidente en la civilización islámica, y depende solo en una pequeña parte del islam en cuanto religión”. Mientras que “la teología islámica se constituye como polémica contra el cristianismo. La filosofía árabe, en su conjunto, asume una cierta neutralidad en materia de religión. Farabi fue alumno de cristianos, y a su vez tuvo como discípulo a Yahyá ibn `Adi, filósofo y teólogo de la Iglesia siriaca jacobita. Esta filosofía afirma la existencia de un principio único, inspirado en la concepción neoplatónica del Uno”. Se trata de una corriente filosófica muy interesante, que por desgracia “no sobrevivió a la modernidad”. El motivo es el debate sobre el Corán como palabra increada que, a finales del primer milenio de la era cristiana, bloquea toda discusión posible en el seno del islam. En aquel debate, los mutazili, partidarios de un Corán creado, fueron derrotados.

Actualmente, según Brague, “los modernistas querrían devolver a la vida la solución mutazili. Yo –afirma– les deseo la mejor de las suertes, pero no olvidemos que han pasado doce siglos desde que aquella escuela fue eliminada. El islam contemporáneo está tan alejado de ella como nosotros podemos estarlo de Carlomagno, y no es tan fácil cambiar hábitos de pensamiento tan arraigados”. Una constatación que lleva a Brague a una especie de escepticismo respecto a la posibilidad de un auténtico diálogo entre Occidente e islam. Si falta la mediación filosófica, todo se hace más complicado. Y ello a pesar de que exista “una sola cultura que se ha abierto a las demás –no sin brutalidad, pero también con curiosidad– y que entre otras cosas ha dado lugar a una etnografía, y esa es la cultura occidental”.

El intelectual francés rechaza la acusación de “eurocentrismo” que se suele dedicar a Europa: al contrario, “la cultura europea es la única que se caracteriza como ‘excéntrica’”. Es la tesis que presentaba en su libro “Europa. La vía romana”: la excentricidad europea se debe a la capacidad del cristianismo de pasar a segundo plano, de reconocer la autoridad de la cultura clásica y de la fe de Israel, de integrarlas en una tradición común sin arrasar la tierra a su paso. Todo ello no a partir de una homologación sino manteniendo con firmeza la distinción entre los diversos niveles y aportaciones.

Brague rechaza la idea, muy extendida, de la analogía entre los tres monoteísmos, así como la expresión “religiones de Abrahán”. El cristianismo no es una religión de libro. “La encarnación es el único evento que merece ese nombre, pues en ella llega verdaderamente algo a nosotros”. Este evento es lo que no se reconoce en el Siglo de las Luces, que demuestra “una ceguera extraña, increíble”, al reducir a Cristo a un Sócrates, a un mero maestro o modelo de moral.

¿Cómo ha sido posible? La explicación que ofrece Brague es interesante y decididamente insólita. En el periodo que va desde la llegada al trono de Luis XV (1723) hasta la revolución, “el siglo carece –si podemos llamarlo así– de santos ‘visibles’, activos en el mundo, como fueron san Vicente de Paúl o Felipe Neri, santos capaces de hacer el rostro de Cristo creíble, y por tanto reconocible en su época. (…) No sé cómo explicar esta sorprendente bajamar entre dos grandes siglos de santidad, y de santidad docta y creativa, como fueron el XVII y el XIX. ¿Hay que culpar a los excesos represivos de la Contrarreforma? ¿O al golpe asestado al misticismo con el relativo ‘crepúsculo de los místicos’ (Louis Cognet)? ¿O a la angustia insoportable inducida por el jansenismo?”.

La Ilustración, fruto de un tiempo privado de santidad. Brague acaba así con un tópico, el que ve en el racionalismo la causa del declive de la fe. No se trata de causa, sino sobre todo de efecto. Lo explica en una de las partes más interesantes de la entrevista, donde Brotti le pregunta sobre el riesgo actual de identificar, a la manera ilustrada, el cristianismo con la defensa de los valores cristianos. Brague observa que “el peligro es grande, en efecto. Debo advertir que cuando oigo la palabra ‘valores’ siento un rechazo instintivo. El modo más seguro de dejarse vencer es dejarse arrastrar al terreno del adversario. Justo eso es lo que hacen los que aceptan hablar de ‘valores’ y de la necesidad de ‘defenderlos’”.

Brague cita aquí, como modelo de esta posición, la “Action Française” del pensador de derechas Charles Maurras, un positivista no católico que admiraba la institución gloriosa y secular de la Iglesia. Un modelo análogo al de los “ateos devotos” que, según Brague, “son aquellos que hace ya más de veinte años me atreví a llamar ‘cristianistas’”. Su intención, aclara ahora, no era atacarles. En cierto modo le “resultan simpáticos por la sencilla razón de que lo que dicen es verdad, cuando afirman que la aportación del cristianismo a la sociedad europea, y a su arraigo en el mundo entero, fue positiva en su conjunto”. Es por eso que les anima pero, al mismo tiempo, no respalda su ideología “católica”.

Por ello, “hay que hacerles notar dos cosas. La primera es un dato de hecho: la civilización cristiana no la fundó gente que creía en el cristianismo, sino gente que creía en Jesucristo. Por tanto, no por los ‘cristianistas’, sino por los simplemente cristianos. Yo cito mucho como ejemplo a san Gregorio Magno, que puso los fundamentos de lo que llamamos Medievo, a partir del canto llamado ‘gregoriano’; sin embargo, él estaba seguro de que el fin del mundo sería mañana y por tanto que nunca habría una civilización cristiana en los siglos venideros. Lo segundo que hay que hacer notar a los cristianistas tiene forma de pregunta: si la fe cristiana era buena para sus antepasados, ¿por qué no podría ser buena también para ellos? ¿Por qué no podrían tomarla en seria consideración?”.

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