¡Remad conmigo, es fatigoso!

Mundo · José Luis Restán
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30 septiembre 2014
El pasado sábado el Papa Francisco quiso celebrar con sus hermanos jesuitas los 200 años de la reconstitución de la Compañía de Jesús. Quizás hizo algo más que eso. En un discurso profundo, tenso y vibrante, Francisco desplegó su lectura de los dramáticos acontecimientos que condujeron a la supresión de la Compañía, pero también estableció un paralelismo explícito entre aquella situación y la que puede atravesar la Iglesia en más de una ocasión, quizás también en el presente.

El pasado sábado el Papa Francisco quiso celebrar con sus hermanos jesuitas los 200 años de la reconstitución de la Compañía de Jesús. Quizás hizo algo más que eso. En un discurso profundo, tenso y vibrante, Francisco desplegó su lectura de los dramáticos acontecimientos que condujeron a la supresión de la Compañía, pero también estableció un paralelismo explícito entre aquella situación y la que puede atravesar la Iglesia en más de una ocasión, quizás también en el presente.

“En tiempos de tribulaciones y turbación se levanta siempre una polvareda de dudas y de sufrimientos, y no es fácil seguir adelante, proseguir el camino. Sobre todo en los tiempos difíciles y de crisis llegan tantas tentaciones: detenerse a discutir las ideas, dejarse llevar por la desolación, concentrarse en el hecho de ser perseguidos y no ver nada más”. El Papa subraya que el General de la Compañía en aquellos dolorosos tiempos de mediados del siglo XVIII, el P. Ricci, “no perdió el tiempo para discutir ideas y quejarse, sino que se hizo cargo de la vocación de la Compañía… Antes de la pérdida de todo, incluso de su identidad pública, no opusieron resistencia a la voluntad de Dios, no opusieron resistencia al conflicto, tratando de salvarse a sí mismos”. Y Francisco saca una dura conclusión: “nunca se salva uno del conflicto con la astucia y con estratagemas para resistir… nunca se debe buscar la negociación del compromiso fácil… sólo el discernimiento nos salva del verdadero desarraigo, de la verdadera ‘supresión’ del corazón, que es el egoísmo, la mundanidad, la pérdida de nuestro horizonte, de nuestra esperanza que es Jesús, que es sólo Jesús”.

No resulta fácil para nosotros imaginar qué suerte de oscuridad, qué amargura y qué tipo de tentaciones pudieron experimentar aquellos hombres golpeados únicamente por su fervor apostólico, incluso en cierto modo abandonados por la autoridad que hubiese debido defenderlos. Pero Francisco quiere ir hasta el fondo de este misterio: “La Compañía, incluso ante su propio final, se mantuvo fiel a la finalidad para la que fue fundada. Por ello, Ricci concluye con una exhortación a mantener vivo el espíritu de caridad, de unión, de obediencia, de paciencia, de sencillez evangélica, de verdadera amistad con Dios. Todo lo demás es mundanidad… Recordemos nuestra historia: a la Compañía se le dio la gracia no sólo de creer en el Señor, sino también sufrir por Él´.

Y llega el momento en que Francisco, el Sucesor de Pedro, traslada su reflexión al momento presente: “La nave de la Compañía fue zarandeada por las olas y ello no debe sorprender. También la barca de Pedro lo puede ser hoy. La noche y el poder de las tinieblas están siempre cerca. Es fatigoso remar. ¡Remad entonces, sed fuertes, incluso con el viento en contra! ¡Rememos al servicio de la Iglesia! ¡Rememos juntos! Pero mientras remamos (también el Papa rema en la barca de Pedro) debemos orar tanto: ´¡Señor, sálvanos!´, ´¡Señor salva a tu pueblo!´.

Y Francisco se permite una ironía al comentar que en el momento de pensar en la reconstitución de la Compañía, el Papa Pío VII hubo de echar mano de “los jesuitas que todavía existían aquí y allí, gracias a un soberano luterano y a una soberana ortodoxa”. A veces son los otros, los alejados o extraños (quizás aquellos a quienes más ardientemente combatimos) los que son llamados a proteger al pequeño resto del pueblo de Dios. En el momento de la reconstitución, en 1814, “los jesuitas eran un pequeño rebaño, una mínima Compañía, que sin embargo se sentía investido, después de la prueba de la cruz, con la gran misión de llevar la luz del Evangelio hasta los confines de la tierra”.

Cuántas veces ha sucedido y sucederá así en la historia de la Iglesia, que aquí o allá se ve desarbolada hasta casi desaparecer, para renacer luego más sencilla y auténtica, dispuesta para su única misión. El Papa insiste: “así debemos sentirnos nosotros hoy, en salida, en misión”, con una identidad que consiste en adorar sólo a Dios y amar y servir a los hermanos, en salir a las encrucijadas de la vida para mostrar la correspondencia “entre las exigencias ardientes del hombre y el mensaje perenne del Evangelio”. En la hora de la prueba hace falta, eso sí, permanecer unidos en un solo cuerpo, y como Tobías decir: ´tus caminos son fidelidad y verdad y eres tú el que juzgas al mundo. Ahora, Señor, acuérdate de mí y mírame”. Y desde luego, no defrauda.

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