Regeneración social, regeneración política

España · Francisco Medina
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1 abril 2022
No es fruto de algo repentino lo que estamos viviendo en nuestro país.

La pandemia del COVID-19 y la magnitud de víctimas que ésta se ha cobrado nos dejaron aturdidos; la crisis económica nos está haciendo más pobres (a algunos más que a otros) y el esplendor de las medidas contenidas en el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia parecían operar como un encantamiento en la sociedad española, junto con la Transición Ecológica y la Transformación Digital.

Pero llegó la crisis energética (una subida de los precios de la energía como nunca se había visto antes) y, por ende, la inflación y la subida del precio de los alimentos y del coste de las materias primas. Y la guerra en Ucrania… después. No fue Putin, venía de antes.

Sí, de mucho antes. Porque la degradación política comenzó ya en los últimos coletazos de la era Rajoy, quien, en lugar de dimitir y convocar elecciones, permitió que se cocinase en el Congreso de los Diputados una moción de censura en su contra, que le arrojó de La Moncloa. Todo valía con el fin de que sirviera al proyecto de toma del poder. Y, en esto, hay que reconocer que este Ejecutivo tiene una capacidad propagandística impresionante, cualquier hecho puede ser interpretado como un éxito, incluso el que la UE haya permitido la intervención en los precios del gas y de la electricidad en el mercado ibérico (aun cuando haya letra pequeña). Lo importante es controlar la definición de los hechos. Pero a todo tahúr del Mississippi le llega la hora de la Banca.

Se ha emponzoñado demasiado la política en España con este juego del todo vale. El abandono del diálogo auténtico y su secuestro por una demagogia nauseabunda ha causado un abandono del espacio público en muchos. Se ha ensanchado la fractura y el roto es considerable. Se ha abusado de la libertad para atacar, cancelar y desprestigiar al adversario político y no se ha tenido reparo alguno en coquetear con los de uno y otro lado para asegurar los propios intereses.

La marcha de Pablo Casado resulta inevitable. La herida que el Partido Popular ha sufrido es profunda; la orfandad que los votantes del centro-derecha sufren exige un nuevo comienzo, un nuevo proyecto. Un rostro que genere pegamento, que sume voluntades, que ofrezca acuerdos, que respete las distintas sensibilidades que existen en el seno del partido, que genere un equipo de propuesta, de proyecto de país, de sociedad, un movimiento de empuje. Para ello, hay que haber vivido, experimentado en política. Hay que haber gestionado, hablado, viajado, conversado. Especialmente, hay que haber aprendido a escuchar.

¿Qué rostro responde a esto?

A juicio de muchos, Isabel Díaz Ayuso encarnaría un proyecto de estas características; tiene peso suficiente para lidiar con Pedro Sánchez, y es una abanderada de la libertad (entendida como bajada de impuestos, impulso del crecimiento económico, eliminación de trabas a la creación de empresas, lucha contra el intervencionismo de las administraciones públicas). Y no faltarían razones a su favor: su capacidad de liderazgo en la gestión de la pandemia (no exenta de puntos oscuros), su olfato político, son sus puntos fuertes. Sin embargo, no lo sería tanto su proyecto, demasiado aguirrista y, en ocasiones, trufado de un liberalismo exacerbado en lo económico y lo social, que podría lastrar un proyecto político coherente para España.

Hace falta ver la compleja realidad que España ha sido, es y será. La realidad es que la era Sánchez está alumbrando la implementación de medidas más liberales, desde el punto de vista económico, de lo que puede pensarse. De hecho, ya se está viendo que algunos empresarios se sienten más cómodos en un gobierno de este tipo, más orientado al liberalismo de izquierdas, muy propio del Partido Demócrata estadounidense, que al socialismo bolivariano. El empleo de las etiquetas de siempre, tan de agrado de Díaz Ayuso, corre el riesgo de errar el tiro, porque acaba en un enrocamiento y justificación de la propia postura que lleva a una desconexión con la realidad de la calle, como le ocurrió a la entonces presidenta de la Comunidad y del PP de Madrid, Esperanza Aguirre. Y es que… Gente que te quiero gente.

A muchos no les gusta que un gallego se haga con las riendas de un partido (o con las riendas de un país como el nuestro: Franco, desde 1939 a 1975, que murió en la cama; Rajoy, desde 2012 a 2018, que acabó siendo echado de la Moncloa). No creo, empero, que ni todos sean así, ni todos, en general, seamos iguales. Es cierto que, de quien ha sido presidente de la Xunta de Galicia durante cuatro legislaturas, se ha dicho que, bajo su mandato, Galicia no ha crecido tanto desde el punto de vista económico o que, en algunos aspectos, recuerda al gallego que ocupó la Moncloa en 2012. Se pueden sacar muchos peros (el más ridículo que he visto, y al que en Podemos ya han acudido, es a la foto con un narcotraficante del lugar en 1995), pero la realidad es que experiencia y gestión mandan. Además, en un momento muy polarizado en España, hace falta un rostro que sea capaz de construir alternativa: ofrecer acuerdos de Estado, pero también ejerciendo oposición eficaz. Sobre todo, tener un proyecto para España, encarnar las aspiraciones de una mayoría silenciosa.

No comparto las objeciones acerca de que Núñez Feijoo quiera rodearse de un equipo de tecnócratas. Estamos ya muy hartos de ver cómo se ponen al frente de los ministerios personas que no han tenido experiencia alguna en el mundo de la empresa o de la gestión pública; los buhoneros, los papagayos ideológicos y los mamporreros en nuestras principales instituciones sólo contribuyen a mermar la convivencia y a minar su credibilidad. Aburren ya los manidos discursos de lo público, cuando éste es lo único que no se gestiona, sino que se saquea cuando se coloca a amiguetes y a compañeros de partido en las Secretarías de Estado, las Subsecretarías y las Direcciones Generales de los Ministerios y en los organismos y entidades del sector público.

El reto no es pequeño para Alberto Núñez Feijoo: por un lado, recuperar a los que se han marchado (muchos, votantes de VOX, no volverán, convencidos de que hay que recuperar una sociedad con valores; otros, identificados con el liberalismo, seguirán en C´s o en el PSOE); por el otro, construir un partido en el que nadie se sienta huérfano. Esto último no es baladí: ante una sociedad en la que los vínculos se diluyen, en la que la soledad y el sufrimiento asoman por doquier, es claro que la propuesta liberal se está agotando. Hace falta mucho más: un espacio intermedio. En su día, la Democracia Cristiana jugó un papel relevante en la Italia de la segunda posguerra, y en la España de la Transición. Hoy, ante una Europa en pleno proceso de búsqueda de su identidad, hace falta un nuevo pensamiento conservador conectado con lo positivo de la modernidad que recupere, de nuevo, la experiencia de ser-con-otros. La regeneración política necesita una previa regeneración social. Con Feijoo, puede generarse un proyecto integrador. Sánchez no va a durar eternamente, y el PP aún tiene mucho partido. Urge devolver la esperanza para una mayoría silenciosa que no comparte la polarización.

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