Refugiados: hasta setenta veces siete

Mundo · Ricardo Benjumea
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22 septiembre 2015
¿Hasta cuándo hay que acoger a las familias de refugiados?, le pregunta al Papa la periodista Aura Miguel, de Radio Renasença. «Hasta que el Señor quiera», responde Francisco. Hasta setenta veces siete: cuanto tiempo sea necesario y cuantas personas necesiten ser acogidas. «El día del Juicio Final, ya sabemos sobre qué vamos a ser juzgados», añade el Pontífice. «Cuando estuve sin refugio, como refugiado, me ayudaste».

¿Hasta cuándo hay que acoger a las familias de refugiados?, le pregunta al Papa la periodista Aura Miguel, de Radio Renasença. «Hasta que el Señor quiera», responde Francisco. Hasta setenta veces siete: cuanto tiempo sea necesario y cuantas personas necesiten ser acogidas. «El día del Juicio Final, ya sabemos sobre qué vamos a ser juzgados», añade el Pontífice. «Cuando estuve sin refugio, como refugiado, me ayudaste».

No de cualquier manera. «Cuando hablo de que una parroquia acoja a una familia, no digo que vayan a vivir a la canónica, a la casa parroquial, sino que toda la comunidad parroquial vea si hay un lugar, un rincón de un colegio para hacer un “departamentito“, o en el peor de los casos, que alquile un modesto departamento para esa familia, pero que tengan techo, que sean acogidos y que se los integre dentro de la comunidad», añade el obispo de Roma.

La buena voluntad es condición necesaria pero no suficiente. La Santa Sede (a través del Pontificio Consejo para la Pastoral los Emigrantes Refugiados) prepara una guía con indicaciones prácticas sobre las necesidades que presentan los recién llegados para normalizar su vida, desde la escolarización de los menores a necesidades de atención médica, social o especificidades alimenticias.

Un derecho reconocido

En el plano político, para Europa los argumentos no deberían ser muy distintos a los que utiliza el Papa. ¿A cuántos refugiados hay que acoger? A todos los que cumplan los requisitos, que son hoy cientos de miles. Hasta septiembre, según Frontex, la agencia de fronteras europea, intentaron llegar a Europa unas 340.000 personas, tres veces más que en todo 2014. Un alto porcentaje eran sirios, afganos y eritreos que huían de la guerra y la violencia, además de gitanos fuertemente discriminados en Kosovo.

Son muchos, sí, pero el asilo es un derecho internacional recocido. Líbano (4,5 millones de habitantes) acoge a un 1,2 millones de sirios y Jordania (menos de 6,5 millones) acoge a otros 650 mil, más otros tantos palestinos. En contraste, resulta escandaloso que los países miembros de la UE estén incumpliendo sistemáticamente la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados, como cuando se rechaza la entrada en las fronteras a los potenciales solicitantes de asilo sin siquiera preguntarles por su situación –y no digamos ya cuando directamente se emplea la fuerza contra ellos–.

Europa «está poniendo en peligro los fundamentos mismos del sistema humanitario internacional que tan duramente contribuyó a construir», advertía en julio el Alto Comisionado para los Refugiados de la ONU, el ex primer ministro portugués António Guterres. Puede que no sea mucho ese «sistema humanitario internacional», pero lo poco que tenemos nos lo jugamos en esta crisis.

La UE, más aún, está poniendo en peligro sus propios cimientos. Si con la crisis griega se constató que no puede haber moneda única sin solidaridad (solidaridad que, obviamente, debe incluir el cumplimiento leal del Pacto de Estabilidad y Crecimiento), la presente crisis de los refugiados amenaza con dinamitar la libre movilidad de personas consagrada en Schengen. El propio principio de solidaridad entre Estados, sin el cual no hay de ningún modo una Unión posible, se ve cuestionado cuando algunos países se niegan a compartir la “carga” de la acogida a los refugiados, o incluso empujan con malas artes a estas poblaciones hacia otros países europeos. ¿Con qué derecho van a pedir después la solidaridad de los demás europeos en otras cuestiones?

Un error histórico

Tampoco en el plano político basta con la buena voluntad, algo que, además, aquí suele funcionar solo cuando un asunto acapara los titulares periodísticos. Los cubanos acogidos a bombo y platillo en España tras los acuerdos firmados con La Habana en 2010 y 2011 se encontraron pocos meses después (6 meses, concretamente) en la calle y sin ayudas.

Pero es que a otras muchas personas que huyen de guerras y dictaduras ni si quiera se les ha proporcionado ese período de ayudas para facilitar su integración. El criterio por el cual se aprueban o deniegan las ayudas económicas en España es todo un misterio para las asociaciones que trabajan de cerca con ellos.

Un tercer grupo, muy numeroso, lo compone el de aquellos a quienes ni siquiera se les concede la categoría de refugiado. De ahí que haya un cuarto grupo: el de quienes, a la vista del engorroso proceso burocrático y de las escasas expectativas de éxito, desisten de presentar una solicitud.

El historial de España en materia de derecho de asilo no es precisamente admirable. El retroceso, en la actualidad, se constata en la mayoría de países europeos, con muy raras excepciones. Y esto es un error de libro. Afrontar la realidad de los refugiados (y de los inmigrantes) como una amenaza más que como una oportunidad es una reacción que puede explicarse fácilmente por la presión de algunos sectores de la opinión pública, pero que está impidiendo centrar los esfuerzos en la integración de personas que, de todas formas, van a seguir intentado llegar y que, además, son necesarios en un contexto de invierno demográfico como el que atravesamos.

La atención en origen

Sobre las condiciones en que vienen estas personas, tendría también mucho Europa que decir. Se les puede echar en manos de las mafias y obligarles a jugarse la vida en peligrosas rutas para llegar a un lugar seguro, o se puede habilitar para ellos centros de atención cercanos a sus lugares de origen. Ello desbarataría de un plumazo el negocio de las mafias, aunque una propuesta así no es sencilla. De modo experimental, la Comisión Europea tiene previsto abrir un centro de estas características en Agadez (Níger) con el apoyo de la Organización Internacional para las Migraciones. Si el experimento funciona, podrían abrirse centros similares de atención a potenciales asilados en Oriente Medio.

Existen precedentes. Australia cuenta desde los años 90 con un centro así en Nueva Guinea, y los Estados Unidos abrieron otro en Guantánamo, aunque ambas tentativas han sido duramente criticadas por el trato inhumano dispensado a los usuarios. En el caso europeo, un proyecto de este tipo requeriría que se apruebe antes una política de migración y asilo común con un sistema claro de reparto.

La prevención

Otra pregunta que debería plantearse Europa es qué está haciendo para prevenir esas guerras y situaciones que obligan a cientos miles de personas a huir de sus casas. Siria e Iraq (por poner dos ejemplos claros) padecen conflictos locales de no fácil solución, pero que contienen a su vez una dimensión regional y mundial sobre las que sería mucho más fácil influir. No es descabellada la propuesta de imponer un embargo efectivo de armas. Y se puede presionar a Arabia Saudí e Irán para que dejen de alimentar esos conflictos locales. Algo habría que hacer también con Rusia y con Turquía… La guerra no se detendría, pero sus efectos serían infinitamente menos letales.

Todo ello, a menos que, a falta de un proyecto claro para Oriente Medio, alguna mente brillante haya podido pensar que lo más conveniente es mantener la región en llamas con todos enfrentados contra todos. Luego no nos extrañemos de que, con macabra periodicidad, estallen crisis como la que estamos viendo.

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