Editorial

Refugees Welcome!

Mundo · Fernando de Haro
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6 septiembre 2015
La pancartas han sido contundentes: Refugees Welcome! (Refugiados, ¡bienvenidos!). No han colgado del Bundestag o de una sede del Gobierno. Las hemos visto en los estadios de fútbol alemanes. Muchos dicen que acoger a los refugiados sirios es una exigencia moral. Seguramente. Pero antes que eso es una gran oportunidad, una ocasión para descubrirse a sí mismo. Para que Europa recupere energías en la tarea siempre pendiente de recomenzar.

La pancartas han sido contundentes: Refugees Welcome! (Refugiados, ¡bienvenidos!). No han colgado del Bundestag o de una sede del Gobierno. Las hemos visto en los estadios de fútbol alemanes. Muchos dicen que acoger a los refugiados sirios es una exigencia moral. Seguramente. Pero antes que eso es una gran oportunidad, una ocasión para descubrirse a sí mismo. Para que Europa recupere energías en la tarea siempre pendiente de recomenzar.

Lo tiene bastante claro Cristina. Es una berlinesa que ha acogido a un sirio en casa. “Estamos encantados de tener en nuestra casa a este nuevo inquilino. Estamos aprendiendo mucho”, le comenta a un periodista radiofónico. En Berlín la sociedad civil se ha organizado antes que las autoridades políticas, antes que las instituciones europeas. Los médicos hacen turnos para atender a los que llegan, las madres de familia mandan mensajes a través de las redes sociales para pedir enseres, se reparten paquetes de bienvenida. No es inútil que municipios y Comunidades Autónomas en España se movilicen para facilitar la acogida. Algunos los critican solo porque sus gobiernos son de izquierdas.

Esta crisis migratoria, la mayor desde la II Guerra Mundial, parece haberse convertido en un gran revulsivo. Una parte de Europa despierta. Alrededor de 270.000 inmigrantes ilegales han llegado en lo que llevamos de año. Grecia se ha convertido en el gran punto de entrada para los que huyen de la guerra de Siria a través de Turquía. Las escenas de dolor y sufrimiento que han abierto los informativos durante todo el verano, la situación en la estación de tren de Budapest, el ahogamiento del pequeño Aylan y su hermano han provocado una movilización de la opinión pública. Merkel se ha convertido esta vez en la líder no de los recortes, sino de la compasión. Los jefes de Estado y de Gobierno europeos tienen sobre la mesa la propuesta de acoger no ya a 40.000 refugiados, cifra propuesta por Bruselas el pasado mes de mayo, sino a 160.000. La ONU dice que el número tiene que elevarse hasta 200.000. Europa podría inspirarse en el sistema de acogida y recolocación que ha puesto en marcha Alemania. De momento se ha suspendido el Acuerdo de Dublín, que obliga a solicitar asilo en el país al que se llega. La inmensa mayoría de refugiados quiere instalarse en las tierras de Merkel o en Suecia. Sin duda es necesario aprobar un sistema de reparto ordenado. La Unión Europea, que ha mostrado una incapacidad política vergonzosa para afrontar el problema griego y la crisis de los bancos, a lo mejor encuentra ante este gran problema un modo de estar a la altura de las circunstancias.

Al reparto de los refugiados con cuotas se oponen el grupo de los antiguos países del Este con Hungría y Polonia a la cabeza. Son los países que más beneficiados resultaron por la generosidad europea de los años 90. Budapest se ha convertido en la capital del miedo. El primer ministro Orban ha sostenido en la última semana, después de levantar un nuevo muro, que hay que defender a Europa de la invasión de los que vienen de “otra civilización”. Electoralismo de corto plazo, miedo a que la prosperidad de Europa se vea desbordada, a no tener capacidad para atender a los que huyen de la guerra. Hungría está en todas partes: como egoísmo, como preocupación lógica por la integración, como una identidad débil. Todos tenemos dentro un voluntario alemán y un primer ministro húngaro.

El miedo a la invasión no tiene fundamento alguno. Europa es la región del mundo que menos refugiados ha recibido. Somos 500 millones de personas. Supimos solucionar los problemas cuando en los años 90 nos llegaron los que huían de la guerra de los Balcanes. Francia acogió tras la guerra de Vietnam nada más y nada menos que a 100.000 refugiados. La incapacidad para acoger es mucho más antropológica que económica o social. Percibimos al que llega como una amenaza. Es el síntoma más evidente de la debilidad de aquellas certezas que permitieron a Europa levantarse de sus cenizas tras la II Guerra Mundial. Vivimos como si las conquistas de bienestar o de democracia fueran una propiedad que aporta grandes rentas, pero que no necesita regarse y cuidarse.

Esta identidad desdichada, que a menudo domina en Europa, es la que hace más problemática la integración. No es fácil y no se puede afirmar, como han hecho algunos liberales, que se soluciona proporcionando trabajo a los que llegan. No, no todo es economía. También en este caso estamos ante un interesante reto, quizás el más decisivo. La integración nos obliga a responder a preguntas elementales que solemos olvidar: ¿En qué creemos? ¿Qué consideramos fundamento de nuestra democracia? ¿Qué proponemos a un oriental de clase media? ¿Qué ofrecemos como ideal de vida en común a un musulmán –en su mayoría con un nivel más que aceptable de formación- que no quiere renunciar a su fe y que hasta ayer vivía en un país relativamente próspero?

Ser europeo es ser, en gran medida, romano. Y Roma nunca defendió lo propio como lo necesariamente bueno, no defendió la pureza de sangre, siempre estuvo dispuesta a recomenzar, a aprender de lo diferente, a reconquistar la herencia clásica.

Cristina y los voluntarios alemanes, quizás inconscientemente, afirman una experiencia que ha hecho de Europa lo que es: la experiencia de acoger al otro como un bien. Empezamos el año golpeados por los atentados contra la redacción de Charlie Hebdo. Reaccionamos entonces aturdidos, defendiendo una libertad de expresión abstracta que golpea la sensibilidad del diferente. En este mes de septiembre nos inclinamos ante el justo que sufre. Es un gesto que, a pesar de nuestros miedos, nos hace más humanos.

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