¿Reforma constitucional? Primero, hacer sociedad

España · Francisco Medina
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19 diciembre 2016
Ha comenzado una legislatura incierta que, previsiblemente, nos va a deparar sorpresas. Hace poco se celebró el aniversario de nuestra Constitución, aquel pacto culminatorio de la Transición iniciada en 1975 del régimen a la democracia, fruto del acuerdo nacido entre las fuerzas políticas. Echaba a andar no sólo nuestra democracia, un juego siempre precario por nuestras circunstancias históricas, sino también la actividad legislativa y política de las Cortes Generales.

Ha comenzado una legislatura incierta que, previsiblemente, nos va a deparar sorpresas. Hace poco se celebró el aniversario de nuestra Constitución, aquel pacto culminatorio de la Transición iniciada en 1975 del régimen a la democracia, fruto del acuerdo nacido entre las fuerzas políticas. Echaba a andar no sólo nuestra democracia, un juego siempre precario por nuestras circunstancias históricas, sino también la actividad legislativa y política de las Cortes Generales.

Fue mucho lo que se negoció y lo que se tuvo que ceder. Ha pasado un tiempo suficientemente largo (casi 40 años) para poder calibrar el alcance de lo consagrado en su articulado. En efecto, la mención –en el artículo 2– de España como un Estado social y democrático de Derecho, y la regulación de los derechos y libertades del capítulo segundo del Título I, que son materia objeto de Ley Orgánica (derechos de los artículos 14 a 29 y la objeción de conciencia del artículo 30), así como los derechos económicos y sociales (artículos 31 a 52), y los principios rectores de la política social y económica, no son más que un reflejo del evidente cariz socialdemócrata de nuestro modelo constitucional, que consagra el Estado del bienestar y –ha de decirse– deja poco margen a la sociedad civil más allá de los derechos reconocidos –que no es baladí–.

Buenos ejemplos de ello, a mi juicio, son: por un lado, la ambigua regulación de la libertad de educación contenida en el artículo 27. Se reconoce, en primer término, el derecho a la educación de todos y la libertad de enseñanza, pero el papel que se da a la Administración en la programación general de la enseñanza y el hecho de que deba garantizar el derecho de todos a la educación y el que los padres puedan elegir la formación moral y religiosa para sus hijos sitúa al aparato administrativo en una posición que matiza fuertemente el papel protagonista de los padres. ¿Cabría entender una cierta concurrencia del principio de subsidiariedad? A mi juicio, no. Hay una dependencia última de los poderes públicos. Por eso, creo que el problema de cómo garantizar el derecho de los padres a elegir o crear centros docentes, no resuelto en la Norma Fundamental, a pesar del funcionamiento del sistema de conciertos sigue siendo fuente de controversia.

El segundo de los ejemplos es más patente aún: el sistema asimétrico establecido en la organización territorial del Estado. El Título VIII de la Constitución ha devenido muy problemático, por ese principio de café para todos que está dando lugar a fuertes tensiones centrífugas en Cataluña y País Vasco –las llamadas regiones históricas–. La cuestión de las nacionalidades –recogidas en el artículo 2 del texto constitucional–, que se había vinculado a la igualdad y a la solidaridad entre comunidades autónomas, está originando problemas legislativos y jurídicos que entorpecen el tráfico mercantil y el funcionamiento de las Administraciones Públicas, creando diferencias entre ellas. Conflictos de competencias, requerimientos entre Administraciones, intervenciones desafortunadas del Tribunal Constitucional (el gravísimo error de derogar la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico abrió la espita para sucesivas reivindicaciones nacionalistas), la regulación de los procesos de constitución de las Comunidades Autónomas, el reparto competencial establecido en los artículos 148 y 149… a fuerza de ser esgrimidos para reivindicar, por parte de las autonomías, más materias, han devenido en un galimatías que ha erosionado la capacidad de cohesión del Estado.

Habría que detenerse también, en la configuración del Título IV, relativo al Gobierno y la Administración. La clara subordinación de la Administración Pública al Gobierno plasmada en los artículos 97 y 103 han constituido, en mi opinión, una puerta abierta a una legislación en materia de función pública que remató el proceso de politización corporativa y los fenómenos de clientelismo en gran parte de la Administración española.

Siendo el balance, en general, positivo, forzoso es reconocer que necesitamos un texto más acorde con los tiempos, más audaz, más integrador, más yendo a los principios y a nuestra identidad. Un modelo económico y constitucional menos socialdemócrata y con una perspectiva más integrada de los principios de justicia social que empodere y responsabilice más a la sociedad civil. Porque, todo sea dicho, la mucha doctrina jurídica desarrollada sobre los principios rectores de la política social y económica que existe ha servido para dar trabajo a los juristas y catedráticos y profesores de universidad, pero ha dado pie a perversiones como la generalización de la subvención en los diversos sectores económicos. Y tantas otras cosas más.

Ahora bien, ¿radica la solución en un consenso total de los partidos para la reforma de la Constitución? En mi opinión, es parte de la solución, no toda. Porque la cuestión que emerge es qué reforma y en qué sentido, por ejemplo, en relación al papel del sector empresarial y del tercer sector en la actividad económica y en la gestión de servicios públicos, otro problema no resuelto en nuestra Norma Fundamental. Son muchas las cuestiones complejas, muchos los intereses en juego de los partidos nacionalistas y de los partidarios de una radical modificación del Capítulo II del Título I en el sentido de consagrar la concepción de un Estado-providencia que ya no resulta sostenible. Por otro lado, una reforma del modelo territorial del Estado constituye, hoy por hoy, un reto titánico únicamente afrontable si existe una sociedad civil madura en España, que ejerza con libertad y verdadera responsabilidad sus derechos y deberes y sea capaz de crear espacios de encuentro capaces de desbloquear enfrentamientos ideológicos en la esfera pública, condiciones que no se dan en nuestra sociedad de hoy.

No cabe duda de que hoy no se da, en nuestra sociedad, el consenso que existía en el 78. La polarización excesiva que padecemos los ciudadanos españoles, unida a la pasividad y a la indiferencia hacia la participación política y ciudadana, nos impide hacer reformas de tamaño calado. Somos muy sentimentales y muy bipolares: falta una cultura de la convivencia y el diálogo, y las decisiones que tomamos a la hora de votar son fruto de calentones y no de decisiones meditadas. Así, no se puede –ni se debe– reformar una Constitución, sino aprender a caminar conviviendo, dialogando y descubriendo quién es el otro que piensa diferente a mí. Y trabajar con él. Nuestra sociedad española se ha ido descomponiendo: necesitamos resurgir como el Ave Fénix, renacer en el encuentro con el Otro. Una sociedad que renace, que crece y que madura no genera políticos sino estadistas de altura. Ésa es nuestra tarea primera: aprender que los procesos realizados “desde arriba” –reformas políticas, legislativas, constitucionales…– son una culminación de procesos más decisivos realizados “desde abajo”, desde la sociedad civil. Las estructuras se reforman con el cambio de las personas.

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