Editorial

Reconquistar la ilustración americana

Editorial · Fernando de Haro
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13 noviembre 2016
No está todo dicho. La victoria de Trump nos ha dejado perplejos. Si aceptamos una respuesta fácil estaremos perdidos. Porque la onda es muy profunda. Y después vienen las elecciones en Francia, en Alemania, quizás otra vez en España, y siempre estará ahí la vida diaria de todas las sociedades occidentales, la que cuenta.

No está todo dicho. La victoria de Trump nos ha dejado perplejos. Si aceptamos una respuesta fácil estaremos perdidos. Porque la onda es muy profunda. Y después vienen las elecciones en Francia, en Alemania, quizás otra vez en España, y siempre estará ahí la vida diaria de todas las sociedades occidentales, la que cuenta.

Es probable que el vicepresidente electo Pence y el partido republicano en su conjunto reorienten hacia políticas realizables las promesas incumplibles del candidato Trump. El tiempo dirá si ganan las instituciones o el hombre que las ha desafiado.

En cualquier caso, parece que el daño del discurso de la fragmentación ha sido profundo. Ahora vuelve como un boomerang (que despegó en la época de Obama). Es difícil encontrar precedentes en la historia de los Estados Unidos de manifestaciones como las de los últimos días, contra la legitimidad del presidente electo. Acaban de abrirse las urnas. Y estamos hablando del presidente, una figura casi sagrada. También es difícil encontrar precedentes de un presidente electo que critique a los manifestantes y a los medios. Estamos hablando de dos libertades básicas: libertad de manifestación y libertad de prensa.

A algunos les ha gustado la idea de construir un muro para aislarse de los mexicanos, a otros parece gustarle ahora otro muro: el que los separe de los votantes de Trump. La equidistancia no es aceptable. No es lo mismo lo que ha dicho Trump que lo que han dicho los demás (incluidos los candidatos republicanos al Senado y al Congreso y los candidatos republicanos de las primarias). Nada convalida las barbaridades de Trump. Pero hay reacciones anti-Trump que, al ser miméticas con el foco del conflicto, incrementan la confrontación.

¿Qué ha llevado a una parte importante de la sociedad estadounidense a soñar con muros tras los que ponerse a salvo? ¿Qué cambio, qué miedo, qué inseguridad provoca una reacción de este tipo?

Hay una primera respuesta más o menos evidente. El tan traído y llevado malestar contra el establishment de Washington (léase Bruselas, Madrid, Roma, París, Berlín…) no es solo provocado por su arrogancia, su lejanía de la gente que sufre, su riqueza en muchos casos. Es el malestar ante un Estado impotente, ante el final de la soberanía de los Estados nacionales tal y como se conocía hasta ahora. Reconozcamos que es difícil aceptarlo: en el despacho oval ya no hay botones que apretar. El presidente no tiene un botón para devolver la prosperidad a la clase media, para mantener la industria a flote. Solo le queda el botón nuclear. Lo demás está en manos de un “espacio de flujos”, una zona imprecisa que flota por encima de los Estados que no es de nadie y es de todos. La situación de inestabilidad se aguanta mal. Quizás por eso es más fácil ir detrás de quien dice haber recuperado todos los botones.

Aunque seguramente eso no es todo. El malestar ante la impotencia del Estado genera a su vez un distanciamiento del otro, una ruptura del pacto constitucional (yo-soy-contigo) y de la percepción del nosotros (que los somos, aunque pensemos diferente) propio de una democracia. Debajo debe haber algo más.

Jefferson defendía la necesidad una nueva constitución para cada generación. La propuesta es, sin duda, excesiva. Pero indica un postulado rotundo: en la vida social no se pueden heredar, como en las ciencias de la naturaleza, las evidencias y las certezas conquistadas por la generación precedente. El ideal de los padres fundadores, primero al llegar a las costas de Massachusetts y después cuando fraguó la Ilustración americana, siempre tuvo un fuerte espíritu comunitario. La democracia de los Estados Unidos no se conformó en sus orígenes con la regla de la mayoría. El Federalista -que puede leerse como la crónica de la redacción de la Constitución de 1787 y del nacimiento de la nación- está marcado por la aspiración de conseguir una cierta unanimidad en la aprobación de la Carta Magna. Esta regla institucional supone una estima por el otro, la misma que ahora parece haberse perdido. No se puede construir una nación dejando a los otros tras un muro, gritan desde sus tumbas los padres de la patria. “Los padres fundadores tenían miedo al dominio de la mayoría, no eran partidarios de una democracia en estado puro (…) Lo que tenemos aquí (Estados Unidos) no es una democracia, es un régimen republicano, y los padres fundadores tuvieron un enorme interés en garantizar los derechos de las minorías porque pensaban que en un cuerpo político sano debe existir una pluralidad de opiniones”, explicaba la Hannah Arendt del exilio. Pluralidad de opiniones y de sujetos, todos imprescindibles. Un cuerpo político sano no puede vivir sin el otro (sea votante de Trump o de Hillary). Esa experiencia de los padres fundadores -Europa también ha tenido los suyos- es la que ahora parece necesario reconquistar. A los dos lados del Atlántico.

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