Recomendación de Einstein: el destino en las ecuaciones

Mundo · Nicolás Jouve
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12 enero 2011
En los tiempos actuales los investigadores que desarrollan su actividad en los campos más dinámicos de la ciencia y sus aplicaciones tecnológicas asumen unos riesgos y una responsabilidad moral especialmente elevada. El ser humano fue creado a imagen y semejanza de Dios con la misión de «dominar los peces del mar, las aves del cielo y todo animal que serpentea sobre la Tierra» (Gen 1:28). De acuerdo con el mensaje bíblico, el hombre no debe ser un espectador pasivo de la naturaleza sino alguien que trata de comprender todo cuanto sucede a su alrededor y de aplicarlo en su propio beneficio. De la trascendencia de la noble misión de los hombres dedicados al pensamiento y a la ciencia dan fe los avances culturales, los conocimientos adquiridos y sus aplicaciones en la salud y el bienestar social.

Pero dicho lo anterior, parece evidente que, si bien en el aspecto de la observación y comprensión racional de la naturaleza puede no haber límites, en su vertiente aplicada la situación es bien distinta, por cuanto de las acciones que se emprendan pueden derivarse efectos negativos para el entorno natural o para nosotros mismos. Esto significa que en todo avance científico hay dos aspectos que deben ser contemplados: la búsqueda de la verdad y la reflexión ética de las consecuencias derivadas del hecho conocido.

El Profesor Jerome Lejeune (1926-1994), médico y genetista francés, se preguntaba «¿posee nuestra generación la sabiduría suficiente para utilizar con prudencia una biología desnaturalizada?». Lejeune, convencido de la importancia de los beneficios que los avances de la ciencia pueden aportar a la vida humana, denunciaba una situación alarmante en nuestro tiempo al significar el «desequilibrio cada vez más inquietante entre su poder que aumenta y su sabiduría, que disminuye» [1]. Del mismo modo, Albert Einstein (1879-1955), ante la enorme potencialidad de la tecnología, apelaba a la responsabilidad de los científicos al indicar que: «la preocupación por el hombre y su destino debe constituir siempre el interés especial de todos los esfuerzos técnicos. No lo olvidéis nunca en medio de vuestros gráficos y vuestras ecuaciones» [2].

El Papa Benedicto XVI, en su reciente homilía de la solemnidad de la Epifanía del Señor, nos recuerda que en el concilio Vaticano II -el 8 de diciembre de 1965-, los padres conciliares dirigieron algunos mensajes a los hombres del pensamiento y de la ciencia: «continuad buscando sin cansaros, sin desesperar jamás de la verdad… Busquemos con afán de encontrar y encontremos con el deseo de buscar aún más». Esta búsqueda de conocimiento es una de las constantes en las que ha insistido Benedicto XVI, como gran teólogo e intelectual que es. Pero al mismo tiempo, el Papa reclama prudencia y atención en el quehacer científico. A esto se refiere en su reciente obra «La luz del Mundo» [3], cuando responde a una pregunta sobre los riesgos de las acciones del hombre sobre la naturaleza en los siguientes términos: «El conocimiento ha traído consigo poder, pero de una forma en la que, ahora, con nuestro propio poder somos capaces al mismo tiempo de destruir el mundo que creemos haber descubierto por completo». El Papa se plantea el aspecto de la ética y de la libertad de la actividad científica al preguntarse: «¿Qué es realmente progreso? ¿Es progreso si puedo destruir? ¿Cómo puede lograrse un dominio ético y humano del progreso?… Aparte del conocimiento y del progreso se trata también del concepto fundamental de la Edad Moderna: la libertad… Es decir, ¿lo que se puede hacer, hay que poder hacerlo? Todo lo demás iría contra la libertad. ¿Es verdad eso? Yo pienso que no. Vemos cómo el poder del hombre ha crecido de forma tremenda. Pero lo que no creció con ese poder es su potencial ético. Este desequilibrio se refleja hoy en los frutos de un progreso que no fue pensado en clave moral».

Es en este sentido como deben interpretarse las acertadas observaciones de los grandes hombres de ciencia, Albert Einstein, Jerome Lejeune y muchos otros. Las palabras del Papa, aciertan en la necesidad de un equilibrio entre lo racional y lo moral en el avance científico y sus derivaciones. El ser humano, además de ser el hombre sabio e inteligente, es un ser ético, por lo que el auténtico progreso social humano debe atender de forma armónica y equilibrada la doble vertiente, la científico-tecnológica y la moral, pero caminando en la misma dirección. Los descubrimientos científicos y sus potenciales aplicaciones han de entenderse a favor del hombre, y no en contra del hombre.

Nicolás Jouve de la Barreda es catedrático de Genética de la Universidad de Alcalá

[1] J. Lejeune. (2002). Il messaggio della vitta.Cantagalli, Siena.

[2] A. Einstein (2006). Mi visión del Mundo (6ª Edic.) Fábula, Tusquets, Barcelona.

[3] Benedicto XVI. Luz del Mundo. El Papa, la Iglesia y los signos de los tiempos. Una conversación con Peter Seewald. Herder, Barcelona, 2010.

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