Razones para movilizarse
«¿De verdad son necesarios en este país y en estos momentos 22 ministerios? ¿Por qué no se debate sobre la necesidad de reducir el Congreso de los Diputados y el Senado? ¿Cuántos “asesores” de cargos políticos existen? (…) sus señorías ya han decidido subirse el sueldo en 2023 un 3,5% (…)»
Con estas palabras se movilizaban hace unos días un conjunto de sindicatos que, según sus palabras, representaban la cifra de 500.000 afiliados.
Siempre que se moviliza la sociedad es algo loable y legítimo. Sin embargo, estas afirmaciones me interpelaron, porque me trasladaron años atrás, cuando Podemos y Ciudadanos, y después Vox, pero menos, surgieron. ¿Seguimos igual?
La comunidad puede ser política (poderes públicos) o social (sociedad civil). Ambas están llamadas a relacionarse de una manera armónica, regirse por el principio del compromiso y, sobre todo, «de la convivencia que evite el conflicto» (F. Díez Estella), pero el conflicto es inevitable. Y en España, la comunidad social está supedita a la política, demasiado, y el propio “sistema de partidos” que llevamos por montera, es más bien parte del engranaje político, que de la sociedad civil (Interesa leer este documento de la Fundación Rafael del Pino).
Entonces, cuando la sociedad se moviliza en sus más diversas formas (sindicatos, empresarios, estudiantes, funcionarios, transportistas, sanitarios, practicantes y operarios del derecho…) y declinados en “tertium genus”, es importante conocer y entender los motivos por los que se moviliza.
Estos motivos han de comunicarse a la opinión pública, que es plural y diversa, como una corrala o la playa de Benidorm (de Levante). La ausencia de conversación entre la opinión pública y los manifestantes o huelguistas o “toca-gobiernos”, separa a las democracias del concepto de poliarquía (Robert Dahl), que es como la democracia perfecta (que no existe ni existirá jamás), pero es un ideal al que aspirar, no por llegar a él, sino porque en el camino nos saca todo lo mejor que llevamos dentro.
En esta conversación, es fundamental el querer hacerse entender y comprender, buscado la comprensión del otro, su empatía, al menos, porque se sale a la plaza pública de una manera más beligerante, aunque sea de manera festiva, en sus más diversas modalidades y colores. Para ello, los argumentos de peso son absolutamente claves.
Argumentos razonados y razonables, si no queremos incurrir en lo que ahora se llama populismo y lo que siempre se llamó desde la antigua Roma demagogia, que encuentra en la pandemia, la guerra de Putin, los “gripamientos” de las cadenas de suministro mundiales y la crisis energética y de alimentos, el mejor caldo de cultivo.
Los populismos y sus formas nos han alcanzado. Hay que reconocerlo. Se dan en casa, en la empresa, en el trabajo, en los colegios… en todos los partidos. Azotan las mentes europeas (Inglaterra incluida), se introducen en nuestro ADN, nos trasforman y cambian la mirada hacia el vecino, el otro, el “aquel”, el “ese”.
Toman fuerza en la oposición, hasta el punto que gana elecciones en Italia cuando decide, como estrategia, el no ser oposición (porque el oponerse a todo, no es hacer oposición, es simplemente, destruir la comunidad, la civil y la política).
Alimentan los oscuros deseos insatisfechos que todos llevamos dentro (egoísmo, envida, codicia, vanidad, soberbia, rencor…). Digámoslo así, son el carrito de la compra del infierno de Dante, porque Dante iría ahora con tarjeta y carrito y no necesitaría a Virgilio, que como mucho sería una especie de holograma. Pero, y a Beatriz, la que le lleva hacia Dios, ¿tampoco a ella necesita?
Pues bien, apelar a una subida de los salarios, para no perder poder adquisitivo, es una petición lógica en estos tiempos de carestía. Es de justicia social, acaso mayor, pedir una redistribución de ciertos beneficios, y aun mayor justicia, es abogar por una economía frugal, por un estado con un gasto social limitado a las funciones del “Estado social”, cuando sabemos que el “Estado de Bienestar” es, simplemente, para aquellas naciones que trabajan, trabajan y trabajan, y no sestean a la sombra de 35 horas de trabajo.
Ahora bien, no solo se pedía un aumento de los salarios como consecuencia de la inflación, sino, además, se pedía que el Estado -o más bien el Gobierno- redujera el número de los 22 ministerios abiertos con sus asesores. Bien, siendo cierto, estas razones, no por verdaderas, son suficientes para llamar a la movilización. Se centran demasiado en la “paja en el ojo ajeno” y poco en nosotros.
Para empezar, estas medidas se deberían haber propuesto como ejemplo a seguir, como antesala de otras reformas necesarias.
Más que recortar asesores o ministerios lo que se tiene que producir es una asignación eficiente de los pocos y escasos y muy costosos recursos disponibles en el Estado (en la sociedad) y buscar la movilización de la entera sociedad civil apoyando las políticas públicas.
No sé si se habrá debido a una cuestión de espacio o una cuestión de estrategia de comunicación, pero se podría haber dicho, por ejemplo, que no es que sobren ministerios sino qué concretos ministerios sobran, y por qué, o qué concretas políticas habría que derogar.
Se me ocurre que se podría proponer un nuevo reparto competencial entre los territorios y el Estado central, o incluso, reorganizar las Comunidades Autónomas, y dejarlas en unas pocas.
O se podría haber sugerido una armonización de los sistemas de la justicia y de la educación y de la sanidad y que sean no ya compatibles entre sí, sino los mismos, o centrales de compras.
Se podría haber subrayado la necesidad de una segunda transición y que fuesen las Comunidades Autónomas las que desplacen por la vía de la descentralización sus competencias, hacia los municipios, que son obviamente los lugares más cercanos y donde el ciudadano siente mejor o peor la buena o la mala gestión de sus recursos.
Se podría incidir en la falta de visión a largo plazo, a pesar de que, a corto, España (sus generaciones venideras), nos endeudamos a razón de 210 millones de euros al día.
Se podría salir a la calle para apostar por sindicatos fuertes e independientes, autofinanciados, o por más democracia en los partidos, o por una educación concertada de verdad gratuita, o por generar incentivos para aumentar la competencia de nuestras empresas, de modo que puedan competir en todo el mundo, mejorando la educación, la inversión extranjera y la seguridad jurídica, empezando por el CGPJ. Todo redunda en una bajada de precios, en un control de la inflación.
En conclusión, hay una serie de aspectos sobre los que es absolutamente necesario hacer hincapié en la opinión pública. Reducir el chocolate del loro es necesario, pero mientras tanto, estamos alimentado a uno o dos paquidermos en el salón de estar.
Cuando se le piden explicaciones a un Gobierno de España, sea el que sea, lo apoye quien le apoye, los argumentos deben ser no simples, aunque tampoco complejos, verdaderos, no demagógicos, y con capacidad de reformar (y no en peor sino el mejor), con objeto de buscar la perfecta armonía entre la comunidad política y la social, y no el enfrentamiento con nuestros representantes, que hasta habría que pagarles más, para una mejor y más dedicada representación.
Vivimos en la más pura incertidumbre, y no serán pocas las veces que tendremos que salir a la calle a defender lo nuestro, pero lo nuestro debería ser pedir con sentido, desde una buena gestión de los escasos recursos, que sitúe a la persona, a su trabajo, en el centro de a la conversación, hasta no apostar por fórmulas que nos llevarán a formas de gobierno más autoritarias, y sin contrapesos democráticos (menos representantes, peor pagados…).
Nos encontramos como españoles y como europeos en plenos momentos de desconcierto global, de crisis económica, de guerra en Europa, de amenaza nuclear, de virus mortales, incluso las nuevas tecnologías ponen en duda, tanto la noción de qué entendemos como trabajo, y la de quién es el hombre, el que trabaja para dar forma a la Creación.
Que suban los sueldos sí, pero haciendo antes todos nosotros, todos los deberes.