Raíces invertidas en la identidad cristiana

Cultura · Adrien Candiard
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31 diciembre 2021
Utilizando una imagen platónica, san Alberto Magno dice en alguna parte que el cristiano es un árbol cuyas raíces se hunden en el cielo. Esta imagen un tanto paradójica destaca un aspecto esencial: si bien es cierto que existe una identidad propiamente cristiana, esta hunde sus raíces más en el futuro que en el pasado.

Nuestras raíces, que nos nutren y nos hacen crecer, son nuestro destino, la condición divina a la que Dios nos llama. Los cristianos de los primeros siglos tenían una conciencia muy clara de la ruptura que su adhesión a la fe cristiana suponía respecto a sus orígenes paganos, cuya cultura solía caracterizarse por la celebración de lo autóctono, de la ciudad, y por tanto una forma de autocelebración colectiva. A esta satisfecha tautología –“somos lo que somos”–, el cristianismo respondía: “sois hijos de Dios, pero aún debéis acoger lo que sois”. La identidad cristiana se ve entonces no como una realidad que llevamos dentro, sino como un don que recibimos y nos hace crecer, que nos obliga por tanto a salir de nosotros mismos.

Nuestra situación no es tan sencilla. Si Cristo siempre es nuestro futuro, el cristianismo también forma parte de nuestro pasado, concretamente de nuestro pasado colectivo. La historia de Francia es inseparable de la fe cristiana, que hasta hace muy poco la marcó profundamente en sus valores, ideas, sensibilidad, literatura, instituciones, arquitectura… La identidad cristiana orientada al futuro debe medirse con esta dimensión cristiana de la identidad nacional, que en cambio se arraiga en el pasado. Estos dos elementos no son incompatibles, pero su articulación puede resultar un poco delicada.

El pasado cristiano común no convierte a los católicos en custodios del museo nacional. En efecto, ese pasado no pertenece solo a los católicos, sino a todos, creyentes o no. Desde este punto de vista, las iglesias de campaña tienen un doble estatuto: ante todo son lugares de culto cristianos, que es su razón de ser y el motivo de su construcción; pero muchas veces también son el único monumento histórico de la zona y su principal lugar de memoria, de una memoria común a todos. Con la expropiación de estas iglesias, cuyo uso queda destinado al culto católico, la ley de 1905 ponía de manifiesto ese doble estatuto, aunque por razones distintas.

Pero las iglesias no son lo único que se comparte. Los fieles también tienen una identidad dual. No son solamente cristianos cuyas raíces se hunden en el cielo. También son ciudadanos que, como tales, hunden al mismo tiempo sus raíces en el pasado. No son ajenos a las discusiones sobre el papel de la herencia cristiana que permea la sociedad.

Es normal que los cristianos den su opinión en estos debates, y es bastante comprensible que expresen al mismo tiempo cierta nostalgia. Pero deben tener en cuenta que se trata de una discusión política, no religiosa. Como creyentes, no se pueden conformar con esta función notarial. La verdadera “herencia cristiana” no es un patrimonio, por rico que sea, sino la vida eterna de la que Dios nos ha hecho herederos.

La identidad cristiana, la identidad propia de los cristianos, no es la catedral de Chartres, sino el reino de Dios, ¡y lo dice un amante de la arquitectura medieval! En medio de todos los debates sobre lo que significa ser franceses, no perdamos de vista que para nosotros lo esencial es llegar a ser lo que Dios nos concede ser: sus hijos e hijas.

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