¿Quién derribó el Muro?

Mundo · Ricardo Benjumea
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6 noviembre 2014
¿Cayó el comunismo o fue derribado? Vuelven a abrir este debate unas desafortunadas palabras del ex canciller Helmut Kohl recogidas en “Die Kohl-Protokolle”, un libro publicado sin su autorización en vísperas del 25 aniversario de la caída del Muro de Berlín, el 9 de noviembre de 1989.

¿Cayó el comunismo o fue derribado? Vuelven a abrir este debate unas desafortunadas palabras del ex canciller Helmut Kohl recogidas en “Die Kohl-Protokolle”, un libro publicado sin su autorización en vísperas del 25 aniversario de la caída del Muro de Berlín, el 9 de noviembre de 1989.

«Es totalmente falso pensar que, de pronto, el Espíritu Santo llegó a las plazas de Leipzig y cambió el mundo», dijoKohl al periodista Heribert Schwan. Frente al mito que ha encumbrado a los fieles evangélicos y a los activistas pacifistas reunidos cada lunes desde 1982 (crisis de los Euromisiles) en torno a los Encuentros de oración por la paz de la Nikolaikirche de Lepizig, lo que sucedió –sostiene el histórico líder democristiano– fue que «Gorbachov tuvo que admitir que ya no podía sostener el régimen» de la RDA, y el Muro se vino abajo.

El tono sarcástico en esta y otras declaraciones suyas puede seguramente atribuirse a los sinsabores y desencantos que le ha deparado la vejez al canciller de la reunificación, con duros golpes personales, desde la enfermedad y suicidio de su esposa Hannelore a los escándalos de corrupción en la CDU que ensombrecieron su legado político, pasando por el desprecio –correspondido– de su antigua delfín, la canciller Angela Merkel.

Pero Kohl –el político y el historiador– plantea un importante debate más allá de los medios de los que quieran servirse el Espíritu Santo o la Virgen de Fátima para intervenir en la historia humana, factores, por otra parte, que un católico como él no puede negar ni subestimar. ¿Qué papel jugaron las movilizaciones populares en el desmoronamiento del sistema socialista? ¿Qué mérito debe atribuirse a los miles de mártires y a los pacíficos luchadores por la libertad que allanaron el camino a las masivas protestas del 89 en Praga, Varsovia o Budapest?

El propio canciller se contaba entre esa mayoría resignada que incluso meses después de la caída del Muro seguía sin ver factible la reunificación alemana más que, si acaso, a medio o largo plazo (muchos alemanes occidentales, sobre todo en la izquierda, ni siquiera consideraban la reunificación deseable). Fueron los americanos y la propia dinámica de los acontecimientos los que le forzaron a pisar el acelerador de la historia. Fue George H. Bush –al frente de un brillante equipo diplomático– quien forzó a la RFA y a toda Europa occidental a pisar el acelerador. Igual que sucedió 40 años atrás con el Plan Schuman, el impulso político para la reunificación provino del otro lado del Atlántico. Y el impulso espiritual o moral, una vez más, llegó de Roma.

¿Revolución o implosión del sistema?

Dos tesis frente a frente: ¿revolución o implosión del sistema? Éste es el dilema que plantean las palabras de Helmut Kohl. Pero hay que añadir una tercera tesis: los americanos ganaron la Guerra Fría. Y uno de los premios que se cobraron fue una Europa ampliada conforme a los intereses económicos y políticos estadounidenses. La reunificación alemana sirvió para hacer más digerible la hegemonía de EE.UU., ya que en Europa central y del Este lo que realmente causaba pavor era un nuevo Imperio alemán (por eso resultaría después pasmosamente sencillo vender a los rusos la ampliación de la OTAN). Pero además la reunificación alemana obligó a Berlín a desembolsar a Moscú fuertes sumas de dinero. Esas ayudas y préstamos fueron el precio que exigió una URSS en quiebra por la reunificación pacífica de Alemania y de Europa. Y Washington no tuvo que aportar un centavo.

Ésta es la experiencia personal del canciller Kohl. Alemania pagó un alto precio por la reunificación en forma de concesiones políticas a Francia y Reino Unido (Maastrich, Mercado Común) y de fuertes desembolsos económicos a la URSS de Gorvachov (y después a la Rusia de Yeltsin). Su visión es, por necesidad, prosaica y elitista.

Como buen actor principal en este drama, Kohl relativiza los edulcorados relatos mediáticos que han encumbrado a las sociedades de la RDA y de otros países del Este, hasta el mismo momento de la caída del Muro cobardes y sumisas ante el partido. El relato de la gesta colectiva vende (véase nuestra Transición). Interpretaciones de este tipo suelen incluso terminar convertidas en dogmas populares, en mitos fundacionales, aunque los relatos ni de lejos se ajusten un 100% a la realidad de los hechos.

Claro que entre el 0 y el 100 hay grados. El socialismo, efectivamente, se desmoronó por sus propias inconsistencias. Pero los acontecimientos, efectivamente, se desencadenaron por las acciones de unas heroicas minorías que conectaron con el mayoritario sentir social. Esas heroicas minorías estuvieron después en condiciones de plantear y aglutinar nuevas mayorías alternativas. Y la oportunidad histórica para el cambio se produjo gracias a la brillante diplomacia de la administración Bush, a su vez continuadora de la firme determinación de la administración Reagan, que terminó llevando a la URSS a arrojar la toalla. Debilidad interna del socialismo, heroica resistencia interna y un contexto internacional favorable son los tres pilares de la revolución iniciada en 1989.

Una sociedad corrupta

Una buena recomendación sobre las contradicciones internas del comunismo y la heroica y decisiva aportación de una minoría de valientes es el libro “La Atlántica Roja”, publicado en España por RIALP, del periodista italiano Luigi Geninazzi, antiguo corresponsal en la Europa del Este para el semanario Il Sabato y el diario Avvenire (ver la crítica en Páginas Digital de José Luis Restán). No es un ensayo político, sino una vibrante crónica del desmoronamiento del socialismo en Europa del Este, con especial atención a Polonia, verdadero epicentro moral de la revolución del 89.

Geninazzi retrata la corrupción moral que, a todos los niveles, impregnaba las sociedades socialistas. La carestía material era la realidad más visible y evidente de un sistema corrupto e ineficiente en el que “la gente finge que trabaja y el Estado finge que le paga”.

A principios ya de los 80, cualquier súbdito de un país del Este sabe que el sistema no funciona. Artículos básicos en Occidente como un plátano, allí son un objeto de lujo al alcance de muy pocos. En Alemania Oriental circulaba el chiste de que «científicos de la RDA habían descubierto que el hombre no descendía del mono, porque se había demostrado que los humanos pueden pasarse 40 años sin comer plátanos». La risa es importante, una de las más poderosas armas que existen contra las tiranías.

Pero había demasiados aspectos nada chistosos en los países socialistas, como la dificultad de conseguir un coche o una vivienda digna (años y años rellenando formularios administrativos, con frecuencia para nada), o las eternas colas en las tiendas, con la esperanza (a menudo vana) de conseguir productos de primera necesidad. Socialismo es igual a colas, que como le explica a Geninazzi un disidente soviético, son también «un instrumento del poder para mantener a los ciudadanos en un estado de sometimiento psicológico y de desmoralización constante».

Socialismo es igual a colas y es igual a alcoholismo. Suben los precios básicos, baja el precio del vodka. Gorbachov intentó atajar el problema del alcoholismo en la URSS, convertido en una seria amenaza de salud pública y seguridad laboral. Pero ya era demasiado tarde. El propio régimen había creado el problema, y aunque ahora subieran los precios del vodka, sobraba gente capaz de destilar alcohol de patata en un radiador casero. En las repúblicas hermanas de Europa central, el régimen subvencionaba la cerveza en fiestas juveniles cada viernes en las sedes del partido, y cambiar esas inercias no podía resultar sencillo.

La corrupción en la administración era rampante. Y del mismo modo que abundaban los funcionarios sin escrúpulos, mucha gente estaba dispuesta a cualquier cosa con tal de ganarse unas monedas. Estremece el relato de Geninazzi de cómo familias rurales polacas pasaban unos días de supuestas vacaciones en la ciudad. Mientras la madre se prostituye, el padre y los hijos esperan encerrados en una habitación de un hotel. Después, todos juntos se marchan a casa como si nada.

San Juan Pablo II conocía bien las debilidades y contradicciones de los países del Este, frente a una inmensa mayoría (también dentro de la Iglesia) que había asumido que el socialismo era invencible, cuando no una forma de organización social superior.

Llama particularmente la atención un pasaje en “La Atlántida roja” referido a la segunda visita del Papa a su país natal, en 1983. Hay una cena en el Arzobispado de Cracovia. Unos jóvenes se acercan a cantarle al Papa “Pescador de hombres”, canción que saben que le encanta. El Santo Padre se asoma a la ventana. La canción «habla de la vocación –les explica Wojtyla–. Y vosotros, ¿tenéis vocación? Mirad, aquellos que están allí en la acera (señala a los policías) tienen sin duda una vocación», bromea. Todos ríen. «Y también los otros que están detrás (señala a los agentes de paisano), aunque ellos tienen una vocación sin uniforme…». Aumentan las risas. El cardenal Casaroli, Secretario de Estado, gran artífice de la Ostpolitik vaticana, explota indignado en la mesa: «Pero ¿qué quiere?», le espeta nada menos que al Papa. «¿Quiere la guerra? ¿Desea derribar el gobierno?».

La triple alianza polaca

La debilidad interna del socialismo quedaba oculta a la vista de la inmensa mayoría de la gente –fuera y dentro del Imperio soviético– por su imponente, temible y asfixiante aparato represivo. Esa debilidad empieza sólo a quedar al descubierto cuando unos obreros de los astilleros de Danzig se plantan en nombre de la libertad y la dignidad humana, las cuales ningún régimen político les puede arrebatar, proclaman a un pueblo atónito que empieza a recuperar la esperanza.

Los obreros le dicen a la cara al Estado proletario que no se sienten representados por él. Obreros, intelectuales, Iglesia conforman la triple alianza capaz de aglutinar a toda una nación. Son tres pilares imprescindibles. «Se requería que emergiese un movimiento obrero para que esos valores de patria y religión se convirtieran en experiencia concreta, esperanza de cambio para todo un pueblo», escribe Geninazzi. Los héroes de la resistencia ganan las primeras batallas en Polonia, pero les esperan largos años en los que sufrirán una feroz persecución. Sus convicciones católicas les permiten resistir las pruebas sin sucumbir al odio ni a la venganza.

Desde otros postulados, Havel y la resistencia checa (también con importante apoyo católico y eclesial) llegan a conclusiones y resultados similares. A finales de la década, la ola de la libertad va creciendo en todo el antiguo COMECON, y se va haciendo imparable. Las conquistas en un país se contagian cada vez más rápido a los demás (elecciones semi-libres en Polonia, apertura de las fronteras en Hungría, libre tránsito hacia Occidente en Berlín…). El fallido golpe de Estado en la URSS será el estertor final del régimen.

No se produce el temido baño de sangre. Gracias a Gorbachov, que no envió al Ejército Rojo, pero gracias también a los héroes de la resistencia, la revolución de 1989 fue pacífica.

Lo de Yugoslavia es otra historia. Que el resultado de la revolución del 89 haya sido, a veces, el triunfo de un capitalismo salvaje, también.

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