Qué tiene que ver la matanza de Niza con el golpe en Turquía
En un contexto internacional tremendamente inestable, cada vez se hace más evidente la delicadeza de esta fase de transición que se está produciendo entre el final de la presidencia de Obama y el inicio de una nueva presidencia americana más imprevisible que nunca. En periodos así se abren vacíos que, si no se llenan de otra manera, acabarán remitiendo a fuerzas oscuras de matrices de lo más diverso: fuerzas que en otras circunstancias quedarían confinadas a los pasadizos subterráneos de la historia.
Más allá de los detalles específicos más relevantes, la masacre terrorista en el paseo marítimo de Niza, eslabón de una larga cadena de ataques terroristas islamistas, y el golpe en Turquía, contraataque a la aventura neo-otomana de Erdogan en Oriente Próximo, se encuentran en esa misma categoría. El problema es arduo, aunque todavía no es insuperable. Pero para afrontarlo hacen falta al mismo tiempo energías espirituales y culturales, materiales y físicas, personales y sociales, individuales y políticas.
Es evidente que el malestar de los franco-musulmanes de origen norteafricano es resultado de un largo proceso de segregación social y cultural, en parte inducido pero en parte también buscado, al que no se podrá poner remedio en un santiamén. Por eso conviene meterle mano lo antes posible. En el caso del atentado de Niza llama la atención la banalidad, la “normalidad” tanto de la persona como del instrumento que ha utilizado para cometer la masacre. Hay sin duda cientos, si no miles, de individuos en Francia con un perfil socio-psicológico análogo al de este terrorista. Usando de un modo perverso las técnicas modernas de persuasión masiva se pueden difundir odio y sugerencias técnicas para convertir en asesino a más de uno. Ni siquiera hace falta elegir concretamente a alguno. A una cierta cantidad de “promoción” en ese sentido, se le puede calcular un cierto resultado. La defensa inmediata ante tal peligro solo puede ser la policía, pero a largo plazo tiene que ser necesariamente una defensa cultural.
De la misma manera, también en el caso de Turquía vemos que el origen está en un vacío mal llenado. Se trata del vacío provocado por el incipiente éxodo de Estados Unidos del Mediterráneo, que ha desatado las ambiciones neo-otomanas de Erdogan. A su modo, Turquía es un país democrático, uno de los países más democráticos de la zona del mundo en que se encuentra, que es Oriente y no Europa. Pero se trata de una democracia no carente de ciertas particularidades importantes. Una es que se trata de un país muy “laico”, pero donde si no eres musulmán no puedes acceder a ningún cargo público de cierta relevancia.
Hay griegos, armenios y siriacos cristianos de nacionalidad turca, pero no se recuerda a ninguno que haya llegado a ser alcalde, ministro, alto oficial o director general de un ministerio. Otra particularidad reside en el papel asignado a las fuerzas armadas por el propio Mustafà Kemal Atatürk, fundador de la Turquía moderna, democrática y republicana en los primeros años 20 del siglo pasado. De hecho, por su voluntad las fuerzas armadas tienen derecho a intervenir en la vida pública incluso suspendiendo el gobierno civil democráticamente elegido si sus jefes consideran que ya no es fiel a los principios sobre los que se fundó la Turquía moderna. Lo que quiere decir que en Turquía el golpe de Estado militar no es una revuelta sino una institución.
Por tanto, cuando la noche del viernes veíamos que el golpe no había sido decidido por el jefe de Estado mayor, el general Halusi Akar, al que de hecho los golpistas habían arrestado, y que tras la noticia de su arresto el comandante del cuartel militar de Estambul asumió el mando de las operaciones contra los insurgentes, para los que conocen un poco la situación estaba claro que se trataba de una iniciativa anómala, muy probablemente destinada a fracasar. Impresión que luego se confirmó con la noticia de que tanto el comandante en jefe de la Marina turca como el comandante de las fuerzas especiales se habían posicionado en contra de la revuelta.
Más que defender la legitimidad del gobierno, que no les gusta, al sofocar el golpe los altos mandos de las fuerzas armadas han reiterado el principio que sostiene su competencia para decidir cuándo suspender un gobierno democráticamente elegido y sustituirlo por un gobierno de su confianza. Erdogan en todo caso ha superado la prueba y sin duda intentará aprovecharlo al máximo. Pero paradójicamente, ni él ni las fuerzas armadas turcas salen reforzados en esta historia. Si por un lado la movilización de los militantes del partido de Erdogan no habría bastado por sí sola para detener a los golpistas, por otro la prudente espera con que las grandes organizaciones sociales y los partidos de la oposición han seguido la evolución de los acontecimientos demuestra que en Turquía existen hoy ciertas dinámicas que ya no son automáticas.
Con el paso de las horas se fue haciendo evidente que los golpistas no tenían ni el apoyo popular ni el apoyo político que esperaban. Por tanto, la revuelta se apagó, pero desgraciadamente no sin derramamiento de sangre. Es demasiado pronto para entender bien si detrás del golpe había tramas internacionales, pero lo que ya sabemos basta para comprender que si las potencias regionales no se deciden a dotarse de una política mediterránea seria, los vacíos de los que hablábamos al principio se llenarán cada vez peor.