¿Qué sentido tiene hablar de resiliencia?
No me gusta mucho este término y cada vez que lo oigo pienso en lo que decía Kant de los psiquiatras: “Hay médicos, los médicos de la mente, que cuando encuentran un nombre creen haber identificado una enfermedad”. Podría decirse lo mismo de la palabra “resiliencia”, que tanto usan los psicólogos, tal vez para dar una apariencia científica a sus competencias, tomando el término de la física, donde se utiliza para indicar la capacidad de un material para resistir a los impactos sin romperse. Luego también adoptó este término la ecología para señalar la capacidad de un ecosistema para resistir un nivel de degradación aparentemente irreversible. Por último, también se ha asumido este término en el ámbito económico, refiriéndose a la capacidad de una empresa para resistir y saber aprovechar las oportunidades incluso en periodos de gran recesión.
La condición de “resiliencia” ya aparecía reflejada en la antigua Grecia por los estoicos, para los cuales el dolor, al igual que la alegría, pertenece a la vida, y puesto que no es un castigo de los dioses ni nos hace mejores, no queda más que resistirlo y abstenerse de mostrarlo en escena. En su opinión, el único bien que el hombre debería perseguir es la virtud, que toma diversos nombres según el ámbito al que se refiera: la sabiduría se refiere a los quehaceres del ser humano, la templanza a sus impulsos, la fortaleza a sus obstáculos, la justicia al reparto de bienes. Templanza y fortaleza, que son términos claros y comprensibles, expresan mejor que “resiliencia” cómo se alcanza ese ideal de la conducta humana que los estoicos llaman control de uno mismo, llegando a su máximo equilibrio en la gestión de las pasiones, las emociones y el dolor.
Tomar de la física un término para indicar la templanza, la fortaleza y el autocontrol significa tratar al hombre de la misma manera que si fuera un material físico que resiste a los impactos sin romperse, descuidando el detalle de que el ser humano no es un material, que en él se agitan pasiones, emociones, sentimientos, angustias, dolores, fantasías, ideaciones, imaginaciones, solicitaciones que proceden del mundo y que le implican, le provocan, le ilusionan y le decepcionan, lo exaltan y lo abaten, en esa batalla vertiginosa, precaria e incierta que es la vida, donde no basta con resistir, como indica la “resiliencia”.
Si usted no se siente “resiliente” ante las pruebas de la vida, no hay motivo para derrumbarse, habría que ver si los “resilientes” que saben resistir son capaces de comprender a los que no pueden hacerlo, y por tanto de atenderlos, consolarlos, ayudarlos. Si conocen, aparte de su “relisiencia”, la pietas, el cuidado, el socorro, la asistencia. Porque solo quien conoce la propia debilidad es capaz de comprender la debilidad de los demás y de saber socorrerla con palabras que no sean de ánimo genérico sino de auténtica participación, eso solo es propio de quien ha experimentado lo que podríamos llamar la “fatiga del vivir”, que siendo común a todos los hombres genera eso que Schopenhauer llamaba la “compasión”, en su aceptación más elevada, que no es la de “compadecer” sino la de “participar” en ese “sufrimiento común” del que nadie puede quedar inmune.
Participación y no resiliencia ante las dificultades de la vida es lo que hace falta. Sociabilidad y no orgullo individual ostentado por quien, por una vez, lo consigue, porque la precariedad de la existencia siempre está en el umbral de nuestra vida y puede irrumpir en cualquier momento, sin ninguna garantía de poder vencerla sin la ayuda de otro que conozca lo que estamos viviendo porque ya lo ha vivido. Poner en común las derrotas de la vida resulta mucho más interesante que resistir, y decididamente más útil para intentar poner remedio a los males de la sociedad contemporánea, que se rige por un individualismo exasperado e insoportable.