¿Qué raza de humanidad, qué experiencia de la fe?

Mundo · José Luis Restán
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9 julio 2012
La escena está datada en el verano de 1848. Tres cardenales y un obispo misionero cenan en una villa de las colinas Sabinas. El objeto del encuentro era elegir al futuro obispo de un territorio inmenso y en buena parte ignoto, que correspondería más o menos con lo que hoy conocemos como el estado de Nuevo México. Ya avanzo que todo esto es novelado (¿o quizás no tanto?), aparece en el primer capítulo de "La muerte llama al arzobispo" de Willa Cather.

El obispo misionero, hombre rudo y curtido, llegado de los Grandes Lagos, describe apasionadamente el gran desafío que suponen aquellos territorios: "el obispo de esa sede regirá los inicios de cosas memorables". Pero sus interlocutores lo miran con cierta ironía. Uno de ellos advierte: "inicios…ha habido tantos; pero lo único que nos llega de allí son problemas y peticiones de dinero". Pero el misionero no se rinde y prosigue su descripción de una tierra hermosa y salvaje, y de unos pobladores tan sedientos de Dios como sometidos a todo tipo de inclemencias; unos inclinados a vicios diversos, otros se aferran a la fe de sus padres pero viven sin instrucción ni guía. Y dibuja un retrato impresionista del futuro pastor: "debe ser joven, de constitución fuerte, ardoroso, y sobre todo, inteligente; tendrá que enfrentarse con la ignorancia y la barbarie, con intrigas políticas y curas disolutos, debe ser un hombre que aprecie el orden tanto como la vida". 

El cardenal español (que a todas luces refleja la figura del Secretario de Estado Merry del Val) responde con algo más que condescendencia si acaso el misionero trae ya en su cabeza un candidato. Evidentemente sí. La novela describe de esta forma la elección de quien sería primer obispo de Nuevo México, Jean-Baptiste Lamy. Y a preguntas sobre la vida que le espera al elegido, su mentor pronostica: "no tendrá una vida fácil Eminencia, esa tierra le va a absorber la juventud y el vigor… se le van a exigir toda clase de sacrificios, incluso puede que el martirio".                  

Cambiemos por completo de escenario. Una tarde de viernes en el arranque del siempre tórrido verano madrileño. Recorrido por los barrios de las Letras, Latina, Lavapies… este querido y viejo Madrid. Bullicio en las calles, un puzzle de expresiones naif, ecos del 68, graffitis de cuño libertario. Gente que practica el carpe diem tratando de olvidar, ¡por fin es viernes!; y gente que retorna agotada, con el rostro ajado por la dureza de la vida, entristecido por una soledad que no se puede disimular. Parejas que exhiben un desenfreno calculado, una especie de desafío… ¿pero a quién? Y otros que aún conservan una mirada inocente que parece acoger la tarde como una promesa. Inmigrantes que luchan por sobrevivir, ancianos entre serenos y derrotados, familias que se reúnen para celebrar el misterio de un amor que no se agosta en cálculo. Una iglesia grande y robusta en medio del tejido urbano. Cerrada, son las 20.30h de un viernes bajo el cielo velazqueño de Madrid. A su alrededor tabernas y corrillos, gritos, sentimientos, barullo en el aire y barullo en el corazón. ¿Quién mira a las torres de la vetusta iglesia, quién piensa que apuntan al sentido último de todos los dramas en cada metro de acera, quién espera de lo que allí se encierra una respuesta?

Por supuesto sólo es una imagen; una foto siempre parcial, siempre aproximada, con la pátina y los colores de quien la ha captado en su retina. Hay otras escenas de este querido y viejo Madrid, y aún se escucha en el aire aquel otro bullicio de agosto de 2011, cuando los jóvenes de medio mundo llegaron con su fe alegre y serena, listos para dar razón de su esperanza a quien quisiera oírla. En este contradictorio y amado espacio en el que conviven cuatro millones de almas hay de todo, como diría el refrán popular. Está el océano de caridad que brota de la fuente de la fe vivida en tantas comunidades, y el ánimo de construir lugares donde puede encontrarse el respiro de una cultura que hace honor a la dignidad del hombre, y la paciencia de tantos educadores y la oración de tantos conventos, y esa red de familias que perfila una trama de oro entreverada con los dolores y desesperanzas de tantos en esta hora. Sí, está todo eso… pero también lo otro: el olvido, la rebeldía sorda, incluso el odio a nuestra tradición cristiana; el nihilismo, a veces ácido y otras edulcorado, pero siempre destructivo; la razón reducida a medir y pesar, la libertad como pura satisfacción instintiva, la esperanza puesta en los ídolos del Estado, del consumo o del placer.               

Ya sé que el Madrid de 2012 no es el Nuevo Méjico de mediados del XIX, pero una conversación como aquella que recrea W. Cather bien podría repetirse ahora que llega el tiempo de mirar al futuro. Porque quien sea llamado a pastorear esta diócesis debería regir el inicio de cosas memorables. Sí, porque de inicio en inicio camina el pueblo de la Iglesia, nada puede darse por supuesto y es tiempo de mostrar que el cristianismo es la respuesta a la espera confusa de esta generación, y esa respuesta tiene que ser encontrada, viva y palpitante, en medio de la plaza. ¿Qué raza de humanidad, qué experiencia de la fe, que conocimiento del corazón de esta época serían necesarios para guiar a la comunidad cristiana en medio de esta urbe? Desde luego habrá de ser fuerte y ardoroso, y también inteligente, y no deberá hacerle ascos a afrontar la barbarie y la ignorancia. "No tendrá una vida fácil… se le van a exigir toda clase de sacrificios, incluso puede que el martirio". Deberá apreciar el orden tanto como la vida. Este tiempo nos invita a desdeñar cálculos políticos y contabilidades eclesiásticas. Porque con esos cuadrantes no habría salido obispo de Cracovia un joven cura que hacía vivac con los universitarios en los Cárpatos, ni arzobispo de Munich un joven teólogo que algunos consideraban (qué ironías) troppo aperto. Y sabemos lo que luego pasó en ambos casos. Es tiempo de audacia y de grandeza, la única que cuenta: la de mostrar la fe como plenitud de lo humano.

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