¿Qué otra política?
Para quienes pensamos que es funesto dedicarse tan solo al lamento por los tiempos que corren, la nostalgia es una dilación y la huída hacia adelante conduce a un espejismo. Estamos en una etapa política en la que el pragmatismo corruptible, los populismos demagógicos y las inercias ideológicas impiden ver nuevas ideas que reviertan ese declive moral y –ya tan lejos de la tesis de los rearmes después de la devastación de mayo de 1968– restauren la hegemonía de la persona y la reubicación libre de la fe religiosa en la textura de la comunidad azarosa en la que vivimos.
Tan de agradecer en horas de precariedad intelectual, el “Decálogo provisional para un tiempo nuevo” de Fernando de Haro replica al fatalismo con la tesis de que el adentramiento en la complejidad merece hacerse con alegría. Dicho de otro modo, ser agradecidos con lo que nos hizo ser lo que somos –una cueva de Belén, la razón ilustrada, el valor de la conciencia y su convivir con la ciencia, el afecto familiar o la lealtad– puede ser un instante jubiloso después de una crisis económica en la que, moralmente, ha sido excesiva la irresponsabilidad, prácticamente sin excepciones.
Después, con el atentado contra el semanario satírico “Charlie Hedbo” ha reaparecido mediáticamente la suposición de que todas las religiones condicionan de forma idéntica la fluidez entre fe, libertad y razón. Otra derivada narcisista, ante la que una de las pocas alternativas es el sentido de humanidad. Un nuevo desorden nos priva de negar aquella complejidad de la que el espíritu es un elemento constitutivo. Por eso, de lo que se trata es de enfrentarse a la entropía –y a la posible anomia– para poder indagar mejor en los órdenes complejos de la vida pública y de la conciencia individual. Por eso, el decálogo de Haro habla de una nueva inteligencia capaz de comprender la dimensión de una humanidad herida y expandir la razón coherente que proviene de la experiencia de una continuidad de lo humano, por contraste con lo accesorio. Ese es el territorio –y no el desierto– del amor.
Ya podemos esperar poco de una política nutrida de convicciones porque ni tan siquiera rige la ética de la responsabilidad. De ahí –como dice Fernando de Haro– que la política no es la solución “per se”. En realidad, nunca lo fue, porque sus limitaciones son las de la operatividad de lo real, sin vínculos fijos con una fortaleza del espíritu. Secularización, desvinculación, ausencia del padre, hedonismo cutre, deserción de las élites pensantes, naufragio social en los “reality shows”: ¿es eso lo único que podemos esperar y por esa razón solo cabe el lamento por la post-post-modernidad? Pasamos del “shock” del futuro al “shock” del presente. Vivimos “on line”, asomados a la ventanilla de un “smartphone”. Vemos el hundimiento permanente del sistema educativo. Presenciamos en silencio el exterminio del cristianismo en Oriente Medio. Prescindimos del afán de aproximarnos a la verdad al opinar o informar precisamente cuando –como bien dice este decálogo provisional– la belleza del comienzo es posible si se ama la libertad y la de los otros. Y al mismo tiempo, la agresión islamista de nuevo nos ensimisma en la paradoja de la tolerancia. La ausencia de reflexión colectiva es un decorado tan negativo como rehusar a ser libres.