¡Qué Misterio que Dios se haya tomado la molestia¡
Ninguna otra pregunta parece más apropiada para expresar el asombro ante el hecho que celebramos: que el Misterio que hizo todas las cosas se ha hecho carne y habita entre nosotros. No se podía dar por descontado de ningún modo, aunque nos hayamos acostumbrado a oírlo. En efecto, como dice el gran poeta Pèguy: «No nos necesitaba para nada. Jesús sólo tenía que estar (bien) tranquilo… antes de la encarnación. ¿Por qué vino? ¿Por qué vino al mundo? Hay que creer, amigo mío, que yo tengo una cierta importancia. Un Dios, amigo mío, Dios se molestado por mí”. Cada uno de nosotros puede decir esto de sí mismo. «He aquí el cristianismo», prosigue Pèguy, «todo lo demás no es más que lo que Tucídides, en su intimidad, llamaba bagatela; en griego: menos que nada». (Verónica).
Dios se ha molestado por nosotros. Este es el gran anuncio que la Iglesia dirige a cada uno para que comprendamos toda la importancia que tenemos para Él, toda la estima que Dios tiene de nuestra nada.» ¿Cuál fue la razón -se preguntaba también santa Catalina de Siena- por la que le diste al hombre tanta dignidad? Ciertamente el amor inestimable con que miraste en ti mismo a tu criatura y te enamoraste de ella; porque por amor la creaste, por amor le diste un ser capaz de gustar tu Verbo eterno». (Diálogo de la Divina Providencia)
¡Qué Misterio que Dios se haya incomodado por nosotros!
¿Qué ha pasado para que la Navidad haya cambiado tanto de sentido, para que sean tan pocos los que se asombren como se asombraban Pèguy o Santa Catalina, para que todo se haya convertido en costumbre? ¿Qué queda de aquel anuncio que conmovió a muchos? Algunos signos de lo que está sucediendo en estos días pueden aclararlo.
“Estoy – me cuenta una persona- leyendo en Instagram muchos posts dando consejos para ‘sobrevivir’ a estos días festivos, para no ser devorado por la ansiedad, por la tristeza, por la angustia. Podemos llenar nuestras mesas de todo, podemos hacernos todos los regalos que queramos, pero lo que domina es el intento de sobrevivir ante tanta ansiedad. Algunos se desaniman porque falta «ambiente navideño» cuando se reúnen y otros se hartan de todo lo que hay que hacer en Navidad. Parece que a Quién celebramos en Navidad es el gran ausente, el ‘convidado de piedra’. Y así la Navidad se convierte en un hábito que ya no erosiona el aburrimiento. De hecho, nos desordena.
¿No será que el grito de salvación -que escuchamos con tanta frecuencia- adopta ahora la forma de la ansiedad, la tristeza y la angustia y la soledad porque Aquel que vino a responderlo ha sido engullido por todas nuestras costumbres? Es un hecho particular de la historia que ha sido subsumido, incorporado a nuestra mentalidad, hasta vaciarlo de sentido.
¿Y si la carencia, y la incomodidad que sentimos fuesen una oportunidad para que descubramos, de nuevo, después de siglos, la novedad que celebramos en Navidad? ¿No podría ser una oportunidad para darnos cuenta de que todo el malestar y el vacío que sentimos no son enemigos de la Navidad, sino precisamente nuestros aliados para descubrirla? De ser así, cambiaría todo el significado de este malestar. Porque todo este malestar, todo este vacío, es precisamente el signo de cómo nos hizo el Misterio: con un anhelo ilimitado porque ya pensaba en el día en que sucedería lo que celebramos: que enviaría a su Hijo para llenar el vacío, para llenar lo que nada más puede llenar. Nada de lo que intentamos puede llenar el vacío. Esa presencia que nace hoy, viene a llenar el vacío con su plenitud.
Por eso, como decía el Concilio Vaticano II, «el misterio del hombre -lo que somos, este misterio que somos para el que nada es suficiente- sólo encuentra verdadera luz en el misterio del Verbo hecho carne», en el Verbo que nace hoy. Porque todo este anhelo del que habla san Agustín – «Nos has hecho para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti»- fue hecho para ser colmado por Él.
Hoy podemos ver qué es una Navidad sin la conciencia de esta presencia que nace, sin que Él responda a nuestra carencia. Vemos en qué se convierte la vida. ¿Quizás todo tenía que vaciarse para recuperar su novedad – como cuando el pueblo de Israel en el exilio pudo descubrir la verdad de su Dios- ,para que alguien le devuelva el sentido profundo de lo que celebramos?. Como escribe un amigo a otro: «¡Te doy las gracias por la aventura humana que me das la oportunidad de vivir con una intensidad que no! Es realmente cierto que Dios convierte las circunstancias, las que vivimos, incluso las más fatigosas o injustas, incluso las más vacías, en un bien que nadie puede detener”.
Por eso me ha asombrado una frase de un gran Padre de la Iglesia, Orígenes: «¿De qué os serviría a vosotros -a mí, a cada uno de nosotros- que Cristo viniera una vez en la carne, si no viene a vuestra carne?», a la carne de cada uno de nosotros. Como decía un gran padre como don Giussani, Cristo vino a llenar la vida, «porque la mayor alegría en la vida del hombre es sentir a Jesucristo vivo y palpitante en la carne del propio pensamiento y del propio corazón. Lo demás es ilusión fútil o estiércol».
Es una aventura, aquella a la que nos llama la Navidad, sólo para los audaces. ¡Sólo para audaces como eran los pastores! Hay que estar dispuesto a aceptar un anuncio, como hicieron los pastores, para ver toda la vida llena de alegría. Hace falta la sencillez de María y José para comprender la plenitud que conlleva. ¡No requiere no sé qué tipo de esfuerzo! Basta la sencillez de los pastores para captar la novedad, esa novedad de la que hablaba otro gran Padre de la Iglesia, san Ireneo: «Cristo trajo toda la novedad, trayéndose a sí mismo».
Quién sabe si todo lo que nos sucede – la angustia, el vacío, la carencia- desencadenará la nostalgia de Él, de esa Presencia que hoy se nos anuncia, y abrimos el corazón como María, José y los pastores.
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