Qué hemos aprendido de aquel gesto

Mundo · Ignacio Carbajosa
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12 febrero 2014
El 11 de febrero de 2013, Benedicto XVI anunciaba su renuncia. Una decisión que dejó con la boca abierta al mundo. ¿Por qué también los alejados se quedaron tocados por ese gesto? ¿Qué consecuencias ha tenido para la Iglesia? Cuando se cumple un año, esa decisión sigue sorprendiéndonos y mostrando toda su fecundidad. Por su interés publicamos el artículo que Ignacio Carbajosa publica en la revista Huellas.

Lunes, 11 de febrero de 2013. La noticia corre como la pólvora. El Papa Benedicto XVI, delante de un grupo de Cardenales, ha presentado su renuncia: «Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino». El mundo se paraliza por un instante. Estamos ante uno de esos acontecimientos que marcan la vida, hasta el punto de que cada uno de nosotros recuerda bien dónde estaba y qué hacía cuando fue alcanzado por aquella noticia.

A un año de aquel histórico momento, ¿qué es lo que nos ha quedado? ¿Qué hemos aprendido de aquel gesto de Benedicto XVI? La primera enseñanza viene de la lealtad con la que cada uno sorprende la experiencia hecha en aquellos instantes que siguieron a la noticia. «En ese minuto de silencio estaba todo», escribía Julián Carrón en La Repubblica unos días más tarde, «ninguna estrategia de comunicación habría podido provocar semejante impacto: nos hallábamos ante un hecho tan increíble como real, que se imponía con tal evidencia que nos arrastraba a todos, haciéndonos levantar la mirada de las cosas habituales. ¿Qué ha sido capaz de llenar el mundo entero de silencio, de forma repentina?». Estábamos ante la irrupción, inesperada, del Misterio de Dios en nuestras vidas, esta vez a los ojos del mundo entero. El acontecer de Dios en la persona del testigo.

Un nuevo primado. El gesto del Papa, que contravenía los usos y costumbres de los grandes estadistas (eclesiásticos incluidos), ponía a los ojos de todos un nuevo factor. Un factor con el que, de hecho, no contamos habitualmente, encerrados en nuestros sesudos análisis y preocupados por no perder ningún dato. En realidad el Papa afirmaba el factor por antonomasia, aquel sin el cual la vida carece de finalidad: el Misterio de Dios que nos ha creado, que nos sostiene y que ha desvelado su rostro bueno en Jesucristo.

Y aquel factor nuevo, «la piedra que desecharon los arquitectos y que ahora se ha convertido en piedra angular» (cf. Sal 118,22), entraba en el mundo por medio de un gesto de inaudita libertad. Que obliga a detenerse y levantar la mirada. «Lleno de asombro», seguía diciendo Carrón en el artículo citado, «me he visto entonces obligado a desplazar mi mirada a lo que lo hacía posible: ¿quién eres Tú, que fascinas a un hombre hasta hacerle tan libre que suscita en nosotros el deseo de esa misma libertad?». El Espíritu de Cristo resucitado que gobierna el mundo no se puede ver. Pero se ve la libertad que genera, por la que podemos reconocerle: «donde está el Espíritu del Señor hay libertad», nos enseñó san Pablo (1 Cor 3,17). Es esta libertad uno de los signos inconfundibles de su Presencia, en los que el corazón moral capta el signo de la Presencia de su Señor.

Admiración. Pedro J. Ramírez, entonces director del periódico El Mundo, uno de los editorialistas más importantes de España, decía en aquellas fechas a sus lectores: «Llevo varios días preguntándome por qué la renuncia del Papa me está produciendo una desazón creciente, si no soy católico practicante y en materia de creencias mi espíritu crítico se impone casi siempre al legado confortable de una educación religiosa pacífica. Sí, ha sido un notición, pero después de haber vivido tantos en primera línea, ¿a qué viene que me sienta mucho más concernido por ese paso atrás del jefe de la Iglesia que por la elección y reelección de Obama, por los escándalos políticos (…) o por la propia situación económica que nos mantiene a todos contra las cuerdas? (…) Poco a poco se abría paso la admiración ante un acto de lucidez y sentido de los propios límites sin ningún precedente homologable en la historia de la Iglesia».

La renuncia de Benedicto contiene además otra enseñanza tal vez menos inmediata, aunque no menos importante. Aunque existía un precedente lejano, la renuncia del Papa indicaba una modalidad de ejercicio del primado que abría a una nueva forma de relación ecuménica. En efecto, las Iglesias de la Ortodoxia siempre han mirado con recelo la figura de un obispo de Roma constituido en una especie de monarca, en una posición jerárquica por encima del resto de los obispos. Y es cierto que las formas con las que se ha ejercido este ministerio en los últimos siglos (en los que los ataques a la Iglesia han hecho crecer la unidad en torno a la figura del Papa, la devoción a él y la necesidad de un principio fuerte de autoridad) han podido crear esa impresión, representando una dificultad más para la unidad con los ortodoxos, dispuestos a reconocer al obispo de Roma una cierta primacía, aunque solo fuera la del Primus Inter Pares (el primero entre iguales). Ya el Papa Juan Pablo II pidió en su Encíclica Ut unum sint que se estudiaran nuevas formas de ejercicio del ministerio petrino, consciente de este problema ecuménico.

La unidad deseada. El gesto de renuncia de Benedicto XVI contenía también un mensaje para la Ortodoxia y para toda la Iglesia universal: a diferencia del don espiritual transmitido por el sacramento del orden (recibido en su plenitud en el episcopado), los dones recibidos con el primado no se hacen algo propio de la persona privada. Se otorgan a la persona concreta sólo en su relación con la Iglesia universal. El primado no es un sacramento (que colocaría a la persona del Papa sacramentalmente por encima del resto de los obispos) sino una misión para con la Iglesia universal. En este sentido, el gesto de Benedicto nos muestra que, como el resto de los obispos, el Papa puede renunciar a su servicio cuando las circunstancias lo hacen necesario.

Si el magisterio del Papa Ratzinger se había presentado explícitamente como un servicio a la Palabra de Dios (pensemos en cómo la Escritura ha permeado todas sus catequesis, discursos y documentos), saliendo al encuentro de las reticencias de las confesiones protestantes que acusan al ministerio petrino de situarse por encima del Evangelio, su último gesto representaba una mano tendida a los ortodoxos, en aras de la deseada unidad.

Esta intención última no pasó desapercibida para el sucesor de Benedicto. En efecto, Francisco, en el balcón de la Plaza de San Pedro, con palabras que resultaron especialmente significativas, se presentó como el «obispo de Roma», obispo de una Iglesia que «preside en la caridad a todas las Iglesias». Más tarde, en su Exhortación apostólica Evangelii Gaudium, afirma: «no creo que deba esperarse del magisterio papal una palabra definitiva o completa sobre todas las cuestiones que afectan a la Iglesia y al mundo. No es conveniente que el Papa reemplace a los episcopados locales en el discernimiento de todas las problemáticas que se plantean en sus territorios. En este sentido, percibo la necesidad de avanzar en una saludable “descentralización”» (nº 16).

El Misterio que llama. Se entiende entonces mejor lo que Julián Carrón nos decía hace ahora un año: «La libertad del Papa no es lo único que grita la presencia de Cristo. También lo hace su capacidad de leer la realidad y de percibir los signos de los tiempos» (La Repubblica). La del Papa es una razón dilatada por la convivencia con el acontecimiento de Cristo.

El gesto de libertad y de lectura de la realidad del Papa, como los gestos de los profetas de Israel, se ofrece a la interpretación de los hombres. Es el modo con el que el Misterio de Dios nos llama, sin forzar nuestra libertad. Como lo fue para el discípulo Juan, que aquella mañana, ante una pesca excepcional y el rostro borroso de aquel hombre en la orilla, gritó: «¡Es el Señor!» (cf. Jn 21,7). En la medida en que cada uno de nosotros cedió a la imponencia del gesto de Benedicto, y pronunció, de un modo u otro, el nombre del Señor, vio crecer su certeza. Sólo quien hizo experiencia en aquellos días históricos «puede encontrar esa certeza que nos haga verdaderamente libres de los miedos que nos atenazan» (Carrón en el artículo de La Repubblica).

Es esa certeza en la Presencia del Misterio de Dios que gobierna la historia, que el gesto del Papa nos puso delante, la que nos permite entender la novedad que el Papa Francisco representa, superando el apego a nuestras imágenes. Nos dice el evangelista Marcos que los discípulos, un día después de aquel milagro en el que Jesús dio de comer a cinco mil hombres, volvieron a sentir miedo porque «no habían comprendido lo de los panes porque eran torpes para entender» (Mc 6,52).

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