Qué hay detrás de los ataques contra el Papa

Mundo · Alver Metalli
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18 mayo 2010
Cuando un diario como The New York Times y algunas agencias de noticias (que por lo general son del área anglosajona) perseveran en ataques no siempre bien documentados e incluso explícitamente inexactos, aunque el punto de partida lo proporcione la verdadera realidad de los sacerdotes pedófilos; cuando los ataques se suceden en una progresión tan calculada que, avanzando un escalón tras otro, han llegado a poner en el centro de la mira al Papa, precisamente el Papa que más hizo en los últimos tiempos para circunscribir y reducir el fenómeno de la pedofilia en la Iglesia; cuando la duración misma de la ofensiva tiene tal amplitud y se la alimenta continuamente con nuevos casos que ocurrieron hace veinte o treinta años; y cuando todo esto se consolida en una verdadera campaña mediática, resulta imposible, so pena de una culpable ingenuidad, dejar de ver el objetivo que persigue y que va mucho más allá de las contingencias que le dan origen. Es más, precisamente el objetivo es lo que pone de manifiesto, al fin de cuentas, la mala fe de todos estos episodios mediáticos de los últimos tiempos.

Para encontrar un ataque de similares proporciones contra el papado hay que remontarse a la década de los 70 y a la embestida contra Pablo VI a causa de las posturas que asumió en la encíclica Humanae Vitae, las cuales iban a contracorriente de las tendencias posconciliares respecto al tema de la procreación humana. En aquel momento la contestación lo acusaba de una falta de comprensión de la conciencia moderna hacia una determinada concepción de la existencia y por ende de la sexualidad. Hoy el ataque se desencadena a partir de una culpa real -la pedofilia de muchos hombres de la Iglesia- para sacudir dos pilares de la tradición cristiana tan inaceptables como el anterior para la conciencia moderna: la idea de autoridad y el celibato.

El fundamento de la autoridad, en la Iglesia católica, no consiste en la autoatribución -del Papa en este caso- de una potestad de veto sobre la conciencia individual y sobre las decisiones que a ella le corresponde tomar, y tampoco es la asignación democrática -siempre referida al Pontífice- de un poder para orientar y guiar la comunidad de los creyentes. El concepto de autoridad que se concibe en la Iglesia hunde más bien sus raíces en la naturaleza misma del catolicismo, que considera que la verdad se manifiesta en un signo humano concreto, la persona de Cristo, y se encuentra salvaguardada en su integridad por un custodio del depositum fidei. Por eso la autoridad, en el catolicismo, es ante todo un servicio a la verdad y en consecuencia constituye un muro de protección para el pueblo de los creyentes, en especial de los más humildes.

Poner en tela de juicio el celibato al mismo tiempo que la autoridad del Papa es otra vertiente, no precisamente secundaria, de la campaña mediática que ha decretado la ecuación sacerdocio-celibato-pedofilia, cultivando la sospecha que el celibato favorezca y/o promueva la homosexualidad entre los sacerdotes y la pedofilia. ¿Pero realmente resulta creíble que un sacerdote se sienta atraído por los niños porque se le ha prohibido casarse con una mujer? El cardenal Bergoglio afirmó más atinadamente que la perversión siempre es anterior a una vocación. El celibato, por otra parte, nunca fue un dogma para la Iglesia de Roma, que reconoce y respeta a los sacerdotes casados de las comunidades católicas de rito oriental. El celibato es un estado más apto, es una condición más excelente para que la sexualidad libremente ofrecida por un ideal realice mejor el objetivo de la vocación sacerdotal que la Iglesia reconoce en un religioso. ¿Cómo dejar de ver, entonces, que el verdadero objetivo de los ataques contra el Papa, y por lo tanto contra la autoridad y el celibato, en realidad es la misma Iglesia católica? Sobre todo cuando el porcentaje de casos de sacerdotes pedófilos es numéricamente inferior que en otras confesiones (como la evangélico-pentecostal), para las cuales la autoridad no está objetivada y el celibato no es condición necesaria para la función sacerdotal.

A los dos resultados que se persiguen con los ataques de estos últimos meses, la deslegitimación de la autoridad y la supresión del celibato, se suma un tercero, tal vez no deseado pero que acompaña de cerca a los anteriores: el incremento de la intolerancia contra la jerarquía y contra los católicos. La Iglesia, precisamente en el siglo de la tolerancia, es la minoría más perseguida, un pueblo sui generis, como lo llamó Pablo VI, que tiene una difícil ciudadanía. Amnistía Internacional, a la que sin duda no se puede acusar de confesionalismo, proporciona estadísticas que demuestran que el cristianismo, en los últimos veinte años, es la religión más perseguida en todo el mundo. Y la intolerancia, incluso física, sin duda se verá alimentada por la campaña a la que estamos asistiendo.

Muchas personas también están asombradas por el silencio de Benedicto XVI frente a las acusaciones infamantes que se le hacen. El Papa no responde acusando a otros de confabularse en su contra ni aduce justificaciones para la pedofilia dentro de la Iglesia. Pide perdón con humildad a las víctimas e interviene con rigor contra los culpables. No hay reticencia en este silencio. En la carta a los irlandeses ya dijo lo que tenía que decir: que no se vuelva a confundir la protección del buen nombre de la Iglesia con tapar comportamientos que claman justicia delante de Dios.

Era necesario descorrer el velo que ocultaba la llaga de los abusos sexuales llevados a cabo por sacerdotes católicos para limpiar e impedir cualquier reincidencia, aunque lo más importante para los cristianos será comprobar si es cierto lo que afirma el apóstol san Pablo en sus cartas: "todo coopera para el bien". Si la Iglesia fuera sólo una organización humana -y el único criterio de su éxito fuera su imagen ante el mundo- el balance sería un fracaso. Pero sentirse pobres, ricos sólo por el inmenso don de la fe, puede ser también la oportunidad para un cambio de ruta. "La tormenta de los sacerdotes pedófilos -dijo el arzobispo de Viena, monseñor Schönborn– puede ser una saludable sacudida, puede cooperar para el bien en la medida en que ayude a los cristianos a redescubrir, incluso a mendigar, lo que hace nacer y lo que justifica la existencia misma de la Iglesia: el espíritu de Cristo".

Alver Metalli es periodista y escritor

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