¿Qué hay dentro de las cacerolas?

Mundo · Horacio Morel (Buenos Aires)
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29 octubre 2012
A un año de la reelección de Cristina Fernández de Kirchner, su imagen positiva de desplomó del 61% al 39%, según las últimas encuestas difundidas. Las causas son múltiples y todas imputables al propio oficialismo, que radicalizando algunos de sus típicos modus operandi ha cosechado el malestar creciente de la población.  Al "cacerolazo" convocado espontáneamente a través de las redes sociales del pasado 13 de setiembre, se le agrega ahora la convocatoria a una nueva protesta para el 8 de noviembre con epicentro en Buenos Aires y diferentes ciudades del resto del país, aunque también frente a las embajadas o consulados argentinos en Hamburgo, Madrid, Barcelona, Palma de Mallorca, Málaga, Roma, París, Londres, Estocolmo, Tel Aviv, Miami, Washington DC, Nueva York, Boston, Chicago, Toronto, Río de Janeiro, Belo Horizonte, México DF, Valparaíso, Santiago, Bogotá, Punta del Este y Caracas.

Un latiguillo opositor que corre en estos días dice que "son K los que apoyan las ideas de Cristina, y anti K aquellos que las han entendido".  Parece ser que una porción importante de la ciudadanía argentina ha decidido hacerse escuchar perdiendo el miedo que la Presidente dice merece tenérsele aunque sea en pequeña dosis. ¿Cuál es el origen del descontento? ¿Por qué una porción de los votantes de hace un año que fueron parte del 54% a favor de Cristina ahora cambia de vereda? ¿Las cacerolas que se baten sólo contienen bronca o se cocina alguna alternativa política?

En estos últimos doce meses que sucedieron a su reelección, el gobierno ha profundizado el modelo populista, que no es otra cosa que el vaciamiento de la democracia sobre la base de la falta de libertad y de educación.  Sigue haciendo gala de un estilo confrontativo que se niega al debate de ideas, con un lenguaje soberbio y arrogante con indiferencia de tribuna o auditorio, como fuera acreditado en las recientes intervenciones de la Presidente en universidades de Estados Unidos.

Y lo hace negando tozudamente los evidentes problemas que afectan a la vida cotidiana de los argentinos: inflación que ya no puede disimularse, inseguridad creciente en las calles, servicios públicos deficientes que provocan la muerte -como ocurrió en febrero pasado en la estación de trenes de Once-, estancamiento virtual de una economía que se declaraba a salvo de la crisis financiera internacional.  A estas realidades inocultables, se suma la concentración de poder en manos de los personajes más recalcitrantes del gobierno, el aumento desmedido del patrimonio presidencial en un 900%, y la aplicación de un cepo al dólar hasta límites que rozan con el ridículo.

Sin embargo, según fuera relevado, ninguna de estas causas ocupan los primeros lugares en la preocupación de cuantos se volcaran a la calle a protestar el pasado 13/9, sino que son las amenazas institucionales las que priman en el ánimo de los manifestantes: el sistemático intento de violación de la división de poderes, la falta de independencia de la justicia federal, la falta de respeto por la ley y la Constitución, la amenaza a la libertad de opinión y de prensa.  De hecho, la mayor consigna escuchada fue la oposición al intento de reformar la Carta Magna para permitir la reelección presidencial indefinida.  Es como si se hubiera despertado una nueva conciencia cívica por la que sin república no hay democracia, y que todo lo demás es consecuencia de esta verdad fundamental.

El Gobierno buscó minimizar el alcance de la protesta mediante la desatinada declaración del Jefe de Gabinete Juan Manuel Abal Medina, para quien los que protestaban eran todos de clase media "más preocupados por lo que pasa en Miami que por lo que pasa en San Juan", en referencia a la provincia argentina a la que ese mismo día se trasladó la Presidente para inaugurar obras.  Si bien es cierto que las restricciones al mercado de cambios molestan a la clase media y media alta de la sociedad, que ahora tiene que pedir permiso a la agencia fiscal para poder comprar divisas a fin de viajar al exterior -el cual usualmente es denegado sin explicación alguna-, existen en torno al poder verdaderos escándalos que provocan mucho más la ira de la gente como la causa que involucra al mismísimo vicepresidente Amado Boudou.  La imagen irreverentemente sonriente del compañero de fórmula de Cristina presidiendo la sesión del Senado en la que se estatizó la empresa gráfica que precisamente está en el ojo de la tormenta (por haber sido adquirida por supuestos testaferros del vice para quedarse con varios negocios vinculados al Estado, como la impresión de billetes y cheques del Banco Nación) explica mejor que mil palabras la creciente indignación de la sociedad.

Pero a no confundirse: las mismas encuestas que dan a conocer la caída de la imagen pública de Cristina, afirman que si hoy mismo hubiera elecciones volvería a ganar, ya no con el 54%, sino con un 35% de amplio margen sobre el 20% de votos que obtendría el socialista Hermes Binner, a cuyo partido le acaba de explotar un asunto que combina droga y responsabilidad policial en Santa Fe, y el 14% de un errático Mauricio Macri, quien todavía no se pone el traje de principal referente opositor que parecía estaban confeccionándole hace dos años atrás, antes de bajarse de la lucha presidencial para repetir al frente del gobierno de la Ciudad de Buenos Aires.

Ese 35% es un piso electoral sólido, que sumado al control parlamentario que detenta el oficialismo, permite avizorar que pese a las protestas se insistirá buscando el momento oportuno para intentar hacer realidad los sueños de eternización kirchnerista.  Lo acontecido recientemente en Venezuela debe ser tenido en consideración: el populismo latinoamericano ha conseguido hacerse sustentable no sólo económicamente, sino también electoralmente bajo el formato de "democracias" plesbicitarias.  Hace falta un real proyecto político alternativo, y una educación cívica más profunda, para visualizar que la democracia es obra del día a día de un pueblo y no la ocasional cita con el sufragio.

Las cacerolas que se hacen oír como legítimo y espontáneo reclamo de la gente, por ahora son sólo ruido: aún están vacías de ese proyecto y de esa educación.  De hecho, ningún político opositor se ha animado a ponerse al frente de las protestas, tal vez porque la versión anterior de los cacerolazos al son del "que se vayan todos" está aún fresca en la memoria de los argentinos, tanto dirigentes como dirigidos.  Es cierto que todo opositor hoy en día se expone a la persecución fiscal o penal del poder, pero sin la valentía y el protagonismo que están comenzando a demostrar quienes ganan la calle sin temor a las represalias, jamás estarán a la altura de las circunstancias.

Recientemente, el gobierno deshizo su sociedad con buena parte del sindicalismo peronista, el que le daba un basamento fundamental en la clase trabajadora.  Las consecuencias políticas de este divorcio aún son un enigma, pero está claro que abandonando definitivamente cierta ortodoxia justicialista, radicaliza su identidad como el "revival" ideológico del espíritu setentista, un cierto guevarismo lírico y edulcorado sin connotaciones heroicas, que como canto de sirena distrae la atención del público para enmascarar el verdadero espíritu neopragmático que anima al kirchnerismo en lo único que le importa de verdad: la concentración absoluta del poder.

La sociedad argentina, en fin, está lastimosamente partida y necesita recuperar y recrear aquellos aspectos culturales que la hacían una sociedad unida, con diferencias, pero unida al fin.  Han regresado las viejas disputas familiares por causa de la política, y frases tales como "el que gana gobierna y el que pierde ayuda" o "este viejo adversario despide a un amigo" parecen demasiado lejanas en el tiempo, y sobre todo, en el pronóstico de todo futuro inmediato.  A menos que las cacerolas se llenen con los ingredientes correctos.

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