¿Qué es mejor en política, la fe o el escepticismo?

Cultura · Luca Gino Castellin
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15 enero 2014
A pesar de ser un pensador poco conocido, fue sin embargo uno de los principales filósofos y políticos ingleses del siglo pasado. Después de una larga trayectoria intelectual en Cambridge y Oxford, dio clase en la London School of Economics de 1951 a 1968, sucediendo a Harold Laski en la cátedra de Ciencia Política.

A pesar de ser un pensador poco conocido, fue sin embargo uno de los principales filósofos y políticos ingleses del siglo pasado. Después de una larga trayectoria intelectual en Cambridge y Oxford, dio clase en la London School of Economics de 1951 a 1968, sucediendo a Harold Laski en la cátedra de Ciencia Política.

Sólo unos pocos, y atentos, expertos se han detenido a estudiar la obra de Michael Oakeshott (1901-1990). Autor de importantes ensayos como “Experience and its modes” (1933), “El racionalismo en la política” (1962) y “On Human Conduct” (1975), este filósofo inglés ofreció análisis lúcidos y penetrantes sobre la evolución del pensamiento político  moderno, sobre la crítica al racionalismo, sobre la reflexión de Thomas Hobbes y sobre la trayectoria del Estado moderno.

Muy probablemente, el casi completo anonimato del que goza Oakeshott se debe a su escasa propensión –tan paradójicamente alejada del frenesí que caracteriza a la universidad contemporánea– a publicar sus escritos, de los cuales no pocos quedaron inéditos y muchos han sido publicados a título póstumo. Por eso no puede más que ser recibida con gran alegría la reciente edición en italiano, a cargo de Agostino Carrino, de “La política de la fe y la política del escepticismo”, cuyo manuscrito fue hallado en su casa de campo en la costa de Dorset, donde Oakeshott pasó su vejez junto a su amigo Timothy Fuller, y que fue publicado a mediados de los años noventa.

En este libro el lector puede adentrarse en un fascinante viaje a través del pensamiento político europeo de los últimos cincuenta años. La intención de Oakeshott es analizar ideas, lenguajes y prácticas que han caracterizado la actividad de los gobiernos a lo largo de la Edad Moderna, mostrando al mismo tiempo la intrínseca “ambivalencia” y la continua “ambigüedad” de la política.

El camino trazado por el filósofo inglés es tan sorprendente como original. No sólo por su interpretación de ciertos autores (como Hobbes o Maquiavelo) o por su descubrimiento de otros (como el Marqués de Halifax), sino también y sobre todo por las categorías concepcuales que identifica.

Aparte de la más consolidada (y en muchos sentidos ya agotada o superada) distinción entre derecha e izquierda, Oakeshott identifica los dos “polos” o “estilos” entre los que ha fluctuado la actividad política desde el siglo XV tanto en la “política de la fe” como en la “política del escepticismo”. Términos, estos últimos, que sin embargo no reflejan el significado natural que estamos acostumbrados a atribuirles habitualmente.

En la política de la fe, que paradójicamente se opone a cualquier experiencia religiosa auténtica, se da la convicción de que es tarea de la política alcanzar la “perfectibilidad humana” y que el gobierno tiene el deber de procurar la “salvación”. Inserto en un horizonte de redención exclusivamente mundana, el hombre se encuentra por tanto a merced del poder. La persona es totalmente súbdita de una política “ilimitada” y de un gobierno que es “competente en todo”. “Omnicompetencia” y “capilaridad” de la actividad de gobierno –siempre proyectada sobre un futuro indefinido y nunca atenta al presente– son por tanto los síntomas más evidentes de un modo de hacer política donde el Estado realiza un continuo acoso social.

Por el contrario, en la política del escepticismo está íntimamente presente una “prudente desconfianza” hacia la actividad de gobierno, que si bien nunca puede estar orientada a perseguir la perfección humana, debe –eso sí– ser necesaria para atenuar la aspereza del conflicto entre intereses y deseos contrapuestos en el seno de toda sociedad. Huyendo tanto de la anarquía como de un individualismo radical, el escéptico –según el autor– no es tanto favorable a un gobierno débil como sobre todo a un gobierno mínimo: es decir, un gobierno que respete lo que ya pre-existe en la sociedad.

La reflexión de Oakeshott, en cambio, no se limita a describir las características de ambos “tipos ideales”, que reflejan esta tensión irresoluta constitutiva del Estado moderno entre societas y universitas (punto central de la atención del filósofo inglés). Lo que sí hace es subrayar los peligros de los excesos, así como las debilidades evidentes. Elementos que han hecho siempre indispensable el equilibrio recíproco entre la “política de la fe” y la “política del escepticismo”. Un equilibrio que encuentra en lo que él define como “el principio del medio en acción”, mediante el cual el gobernante puede mantener con propiedad y moderación la “barca” de la política “en estado de equilibrio”.

“La política de la fe y la política del escepticismo” ofrece la oportunidad de descubrir por primera vez, volver a acercarse o conocer mejor el pensamiento de un autor –justamente considerado entre los máximos exponentes del pensamiento conservador del siglo pasado– refinado y complejo, que ofreció intuiciones luminosas sobre la política. Sobre esa política que, en un famoso párrafo de su Introducción al Leviatán de Hobbes, Oakeshott –con ironía y mucha sensatez– definió como “una forma de actividad humana de segundo orden, no un arte ni mucho menos una ciencia”.

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