Que Dios bendiga a América

Mundo · José Luis Restán
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16 abril 2008
Gentileza, calor y convergencia de preocupaciones han marcado la recepción de Benedicto XVI en la Casa Blanca. Una bienvenida en toda regla para un Papa que no esconde su admiración hacia la epopeya americana, una historia dramática en que la búsqueda de la libertad y el reconocimiento de la dignidad común de todos los hombres han sido principios rectores, lo cual no significa que esa historia haya sido un camino de rosas.

Las declaraciones realizadas en el avión que le trasladaba a Washington dejan ver tres grandes núcleos de atención. Una Iglesia vasta y rica en iniciativas, que sin embargo lleva clavada la espina del escándalo provocado por los casos de pedofilia protagonizados por algunos sacerdotes; una nación que ha ensayado un modelo de laicidad abierta que el Papa considera fructífero y modélico; y la necesidad de reencontrar un fundamento común para la convivencia en los grandes valores inscritos en la conciencia humana.

Las declaraciones de algunos obispos estadounidenses, como Donald Wuerl de Washington o el cardenal Francis George de Chicago, dejan ver que la comunidad católica espera del Papa un fortalecimiento de la base misma de la fe. Estamos ante una Iglesia muy emprendedora y activa, orgullosa de su propio papel en el concurso social, pero que necesita volver a centrarse en la fuente de su propio ser. Lo necesita para curar sus propias heridas, para caminar con toda la Iglesia universal y para encontrar un nuevo camino misionero en una sociedad contradictoria: por un lado hambrienta de Dios, y por otro, marcada por el relativismo y el individualismo. De poco serviría un activismo volcado en tareas humanitarias que no transmitiese la experiencia de la caridad, y por tanto el testimonio de la fe. A buen seguro, éste será uno de los ejes del magisterio del Papa en los EEUU.    

Sobre el problema de la pederastia, Benedicto XVI ha sido tajante: se trata de una vergüenza para toda la Iglesia y de un motivo de inmenso dolor que requiere una múltiple respuesta. La separación radical de los pedófilos del ministerio sacerdotal, la curación y el acompañamiento de las víctimas, y un nuevo proceso de selección y formación de los futuros sacerdotes. Queda para la historia la afirmación llena de amargura del Papa: cuando leo los relatos de estos sucesos, me resulta difícil comprender cómo ha sido posible que algunos sacerdotes hayan podido caer de este modo, cuando su misión era llevar el amor de Dios a esos niños. Mysterium Iniquitatis: verdaderamente, como dijo una vez el cardenal Ratzinger, Dios ha corrido muchos riesgos al confiar la tarea a las manos de hombres débiles y vulnerables. Pero habrá que esperar también a sus discursos ante los obispos, los sacerdotes y los educadores, para identificar con más precisión algunas fallas de la Iglesia en los EEUU que han podido favorecer esos terribles acontecimientos. 

En todo caso, Benedicto XVI no se dedicará a regañar. Sabe que la mejor cura para las debilidades del cuerpo eclesial consiste en recobrar aquella misma pasión misionera, aquel amor ardiente a Cristo y a los hermanos que extendió la Iglesia desde las costas de Nueva Inglaterra a las de California. Sabe también que esa libertad, que ha sido principio y guía de los fundadores y pioneros de la gran nación que visita, necesita referirse al Evangelio para no decaer en el escepticismo, y sabe que el gran anhelo de una convivencia pacífica y segura es imposible si no se basa en la ley inscrita en el corazón del hombre. Una ley que la tradición cristiana ha clarificado, presentado y alentado sin descanso, convirtiéndola en la clave de bóveda de toda una civilización. Por eso Jesucristo será el único nombre al que remita sin cesar este viaje: el único en el que podemos poner nuestra esperanza.

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