¿Puede ser la IA una oportunidad para reconstruir la educación?

Cultura · Pablo Pardo
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19 noviembre 2025
La capacidad de la IA para realizar muchas de las tareas intelectuales que hasta ahora se aprendían en la escuela abre la posibilidad de que la educación recupere su función original.

A lo largo de su historia la humanidad ha inventado muchas tecnologías y dispositivos para hacer la vida humana más fácil, pero el uso de estos inventos no siempre ha tenido efectos exclusivamente positivos. Pensemos en una lavadora. Deja la ropa tan limpia como lavar a mano usando menos agua y menos detergente, funciona sola mientras hacemos otras tareas más interesantes y evita el deterioro de las manos. Así que es eficaz, ecológica, proporciona tiempo libre y es buena para la salud. Como colofón, si dejamos de lavar la ropa a mano, ninguna capacidad humana se deteriora o atrofia por ello. Ahora pensemos en un automóvil. Viajar en coche a un lugar que está a cien kilómetros nos llevará una hora y unos pocos euros de combustible y hacerlo caminando nos supondrá al menos dos días, además de gastos de alojamiento y alimentación y el consiguiente esfuerzo físico. Así que, si el objetivo es simplemente llegar a ese lugar, elegiremos hacerlo en coche. Pero en este caso sí puede haber efectos negativos porque, si usamos el coche continuamente, aumentaremos la polución, nos haremos sedentarios y perderemos la posibilidad de disfrutar paisajes y lugares que sólo pueden conocerse al caminar por ellos. Por tanto, usamos sistemáticamente lavadoras y coches porque son tecnologías que nos hacen la vida más cómoda, pero hacerlo no es siempre es inocuo. Los deterioros de las capacidades humanas causados por algunos inventos y tecnologías no son un tema novedoso, basta con echar un vistazo a los humanos de la película Wall·E o a los de la novela Sinsonte.

Pero en este momento de la historia estamos asistiendo a un cambio cualitativo con el desarrollo de la inteligencia artificial. Usando la IA podemos resolver una tarea en cinco minutos y sin ella en tres horas, por lo que, obviamente, el uso de la esta tecnología se ha vuelto imparable. Y eso no está mal, es simplemente eficiencia. Pero la IA es como el automóvil y no como la lavadora, porque nos puede ahorrar mucho tiempo y trabajo y, a la vez, su uso deteriora nuestras capacidades cognitivas. La educación, desde la escuela infantil hasta la universidad, ha sido siempre el lugar donde se trabajan esas capacidades cognitivas; en la escuela aprendemos a leer, escribir, calcular, razonar, analizar o sintetizar. Y ahora con la IA podemos realizar esas tareas, pero seguimos necesitando que los estudiantes las aprendan y ese es el motivo por el que el mundo educativo es uno de los más afectados por esta tecnología y por el que debemos actuar en él de manera prioritaria y decidida.

Dos años después de la irrupción de la IA generativa, las evidencias de su impacto negativo y de su uso masivo por parte de los alumnos, hacen que surjan constantemente propuestas para su integración educativa o para que la escuela forme a los estudiantes en su uso ético y en sus límites técnicos. Estas propuestas parecen ignorar que los seres humanos siempre usaremos las tecnologías que reducen nuestro esfuerzo y la IA está creada precisamente para reducir el esfuerzo, en este caso intelectual, de sus usuarios. ¿Qué argumentos tenemos para pedir a los alumnos ese esfuerzo que ahora pueden ahorrarse? ¿la falta de ética? ¿la pérdida de destrezas? Porque, si la tarea tiene el mismo efecto hecha por la IA o por el estudiante, los alumnos siempre intentarán alcanzar el objetivo –obviamente la nota– con el menor esfuerzo posible. Y no está mal, recuerden, es simplemente eficiencia. A los profesores solo nos queda el frustrante recurso de usar sistemas de detección de IA, que transforman el rol del profesor en el de policía y, además, fallan y son vulnerables antes o después. Así que lo único que limitará el uso de la IA en la escuela es el miedo a ser descubierto y la posible la represalia, porque ni la adaptación, ni la ética resolverán el dilema que la Inteligencia Artificial ha planteado a la educación.

¿Cuál es entonces la solución? Aplicar al caso de la IA el tratamiento que damos a los problemas de sedentarismo causados por el uso excesivo del coche: usar los automóviles para ir a sitios lejanos y el ejercicio físico para mantenernos en forma. Al hacer esto hemos cambiado el objetivo de la actividad física; ya no es desplazarnos, ahora es mantenernos sanos. Pues bien, debemos hacer algo semejante con las capacidades intelectuales amenazadas por esta tecnología.

Para lograrlo es necesario consolidar la educación como el territorio en el que se aprenden las destrezas que la IA ya tiene, y siguen siendo necesarias para las personas, y también las que la IA no tiene ni tendrá. Y esto sólo será posible en unas aulas lo más más offline posible, justamente al contrario de lo que proponen los que plantean integrar la IA en ellas. Necesitamos una educación que esté centrada en la interacción entre profesores y alumnos y en los aprendizajes que se desarrollen en las clases, porque estos serán los que podremos garantizar. En todas las etapas educativas habrá que leer, escribir, observar, dibujar, razonar, manipular, modelar, tocar, argumentar, debatir, escuchar, calcular, experimentar… pero siempre dentro del aula. Es lo que recientemente se ha llamado el gesto revolucionario de volver al aula. Hace falta una educación en la que se practique un aprendizaje absolutamente síncrono y presencial fomentando la curiosidad y el descubrimiento a partir de la realidad. Hay muchos indicios de que la educación actual, y la sociedad de la emana, lleva tiempo necesitando volver a contactar con la realidad y esta puede ser la oportunidad de hacerlo.

Esta transformación nos obligará también a trabajar la memoria y el aprendizaje de conceptos porque no se puede desarrollar el pensamiento sin contenidos sobre los que pensar, y será imprescindible relegitimar los exámenes, tanto orales como escritos. Hablamos de una educación que no plantee tareas fuera de las aulas más allá de leer, escribir a mano, dibujar, cantar, hacer ejercicio físico o cualquier otra actividad que reúna estas dos características: ser exclusivamente realizable por seres humanos y producir beneficios intelectuales. Por tanto, la solución es que la educación, en cualquier etapa, se conciba y funcione como un “gimnasio para la mente”, un lugar de actividad intelectual en el que compensemos los deterioros cognitivos que el uso cotidiano que la inteligencia artificial nos va a producir, porque, créanme, la vamos a usar todos y cada vez más. La educación pasaría así a tener como objetivo principal la construcción de la inteligencia usando los conocimientos, porque necesitamos que nuestra mente se desarrolle y no se atrofie para seguir siendo seres humanos.

Y apurando la analogía del ejercicio físico encontramos, además, una esperanza. Porque caminando en una cinta no llegaremos a ningún sitio ni obtendremos más beneficio que el de mejorar nuestro sistema muscular, pero aprendiendo ciencias naturales, lengua, historia o matemáticas para mantener en forma nuestro intelecto, conoceremos algunos de los mayores logros de la especie humana. Y es posible que, además de la mejora de nuestra mente, se despierte en nosotros el deseo del saber y el interés por la realidad que tanto necesitamos. Y esa no es una consecuencia irrelevante, sino la finalidad original de la educación. Porque tal vez esa sea la gran oportunidad que la irrupción de la IA en la educación nos ofrece, no dar un paso atrás, sino volver a lo esencial.

* Pablo Pardo Santano es Profesor titular. Centro Universitario Cardenal Cisneros

 


Recomendación de lectura: Tigres, profesores e inteligencia artificial

Comentarios2

  1. Asunto: Una mirada desde el otro lado del océano: más allá de la prohibición, el reto de la presencia

    Estimado profesor:

    He leído con gran interés su reflexión sobre la necesidad de reconstruir la educación frente a la IA. Vivo en Estados Unidos desde hace más de veinticinco años y, desde este observatorio privilegiado —a menudo epicentro sísmico de estas revoluciones—, he visto de primera mano cómo el mito de la eficiencia amenaza con vaciar nuestras capacidades cognitivas. Su diagnóstico de «atrofia» es real.

    Sin embargo, basándome en experiencias concretas que observo aquí, me permito sugerir que la solución de la «escuela offline» corre el riesgo de ser una batalla de retaguardia. La elección binaria que a menudo se nos presenta —o prohibir la tecnología para «salvarnos» o rendirnos pasivamente a ella— es una ilusión. Existe una «tercera vía» que muchos educadores ya están recorriendo con valentía.

    He visto a profesores, especialmente en los departamentos de humanidades, que en lugar de prohibir la IA o ignorarla, la incorporan deliberadamente en momentos específicos del proceso de investigación. Un ejemplo concreto que me ha llamado la atención es el uso de la IA para generar preguntas de investigación o estructurar revisiones entre pares. Sin embargo, el punto crucial es el cambio de paradigma: no se le pide a la máquina que haga el trabajo, sino a los estudiantes que juzguen el trabajo de la máquina.

    En estos contextos, los estudiantes no copian. Por el contrario, identifican las preguntas vagas o genéricas propuestas por el algoritmo, aprendiendo a —si me permite la expresión— «separar el grano de la paja». Deben perfeccionar esas sugerencias para que sean precisas y humanas. El resultado es inesperado: donde se practica este enfoque, he visto a los estudiantes participar más activamente en los debates sobre metodología y ética, desarrollando una conciencia de los procesos intelectuales que, paradójicamente, es más profunda que antes. Han comprendido que la IA es solo una herramienta, pero que la capacidad de juicio les pertenece únicamente a ellos.

    La lección que he aprendido en estos 25 años en Estados Unidos es que ninguna prohibición protege a un estudiante de convertirse en un consumidor pasivo. Solo una presencia humana puede hacerlo. La verdadera revolución no consiste en eliminar los ordenadores de las aulas, sino en contar con profesores que sepan mirar a los alumnos a los ojos y decirles, con su vida y su ejemplo, que su mente es superior a cualquier algoritmo y su libertad mayor que cualquier programa.

    El «gimnasio» que necesitamos no es un lugar donde la tecnología esté ausente, sino un lugar donde la presencia humana sea tan fuerte que convierta a la tecnología en lo que debe ser: un sirviente, nunca un amo.

    Atentamente, maurizio

    • Estimado Maurizio.
      Me parece muy acertada la idea de que la revolución más importante es la presencia en las aulas de verdaderos profesores capaces de mostrar a sus alumnos que su mente es superior a cualquier algoritmo. Pero, por desgracia, no siempre contamos con ellos y, entre tanto, la tecnología va erosionando y atrofiando las capacidades humanas que la escuela debería desarrollar.
      Otro tanto ocurre con esas experiencias exitosas de uso de la tecnología que describe, son reales y valiosas, pero necesitan de profesores que se vuelvan expertos en una tecnología que para ellos también es novedad. Y no podemos pedir a cada profesor de cada etapa educativa que, además de todo lo que debe saber «de lo suyo» también se convierta en experto en el uso educativo de la IA (y en «gestor emocional», «experto en resolución de conflictos», «dinamizador de grupos»…). Para acabar, estas experiencias pueden tener sentido en ciertos contextos universitarios, pero hablamos de una tecnología que ha irrumpido ya en los «deberes» que hacen los niños en Educación Primaria. El uso de la IA que pueda hacerse en una clase de un grado universitario de humanidades o en una asignatura de una ingeniería no es trasladable a la mayoría del sistema educativo, por desgracia.
      Así que mi sugerencia no es tanto prohibir sino mantener la educación al margen de esta tecnología para que pueda hacer su función.
      Gracias por la lectura del artículo y por su aportación.
      Atentamente, Pablo

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