¿Puede ser la IA una oportunidad para reconstruir la educación?

A lo largo de su historia la humanidad ha inventado muchas tecnologías y dispositivos para hacer la vida humana más fácil, pero el uso de estos inventos no siempre ha tenido efectos exclusivamente positivos. Pensemos en una lavadora. Deja la ropa tan limpia como lavar a mano usando menos agua y menos detergente, funciona sola mientras hacemos otras tareas más interesantes y evita el deterioro de las manos. Así que es eficaz, ecológica, proporciona tiempo libre y es buena para la salud. Como colofón, si dejamos de lavar la ropa a mano, ninguna capacidad humana se deteriora o atrofia por ello. Ahora pensemos en un automóvil. Viajar en coche a un lugar que está a cien kilómetros nos llevará una hora y unos pocos euros de combustible y hacerlo caminando nos supondrá al menos dos días, además de gastos de alojamiento y alimentación y el consiguiente esfuerzo físico. Así que, si el objetivo es simplemente llegar a ese lugar, elegiremos hacerlo en coche. Pero en este caso sí puede haber efectos negativos porque, si usamos el coche continuamente, aumentaremos la polución, nos haremos sedentarios y perderemos la posibilidad de disfrutar paisajes y lugares que sólo pueden conocerse al caminar por ellos. Por tanto, usamos sistemáticamente lavadoras y coches porque son tecnologías que nos hacen la vida más cómoda, pero hacerlo no es siempre es inocuo. Los deterioros de las capacidades humanas causados por algunos inventos y tecnologías no son un tema novedoso, basta con echar un vistazo a los humanos de la película Wall·E o a los de la novela Sinsonte.
Pero en este momento de la historia estamos asistiendo a un cambio cualitativo con el desarrollo de la inteligencia artificial. Usando la IA podemos resolver una tarea en cinco minutos y sin ella en tres horas, por lo que, obviamente, el uso de la esta tecnología se ha vuelto imparable. Y eso no está mal, es simplemente eficiencia. Pero la IA es como el automóvil y no como la lavadora, porque nos puede ahorrar mucho tiempo y trabajo y, a la vez, su uso deteriora nuestras capacidades cognitivas. La educación, desde la escuela infantil hasta la universidad, ha sido siempre el lugar donde se trabajan esas capacidades cognitivas; en la escuela aprendemos a leer, escribir, calcular, razonar, analizar o sintetizar.
Y ahora con la IA podemos realizar esas tareas, pero seguimos necesitando que los estudiantes las aprendan y ese es el motivo por el que el mundo educativo es uno de los más afectados por esta tecnología y por el que debemos actuar en él de manera prioritaria y decidida.
Dos años después de la irrupción de la IA generativa, las evidencias de su impacto negativo y de su uso masivo por parte de los alumnos, hacen que surjan constantemente propuestas para su integración educativa o para que la escuela forme a los estudiantes en su uso ético y en sus límites técnicos. Estas propuestas parecen ignorar que los seres humanos siempre usaremos las tecnologías que reducen nuestro esfuerzo y la IA está creada precisamente para reducir el esfuerzo, en este caso intelectual, de sus usuarios. ¿Qué argumentos tenemos para pedir a los alumnos ese esfuerzo que ahora pueden ahorrarse? ¿la falta de ética? ¿la pérdida de destrezas? Porque, si la tarea tiene el mismo efecto hecha por la IA o por el estudiante, los alumnos siempre intentarán alcanzar el objetivo –obviamente la nota– con el menor esfuerzo posible. Y no está mal, recuerden, es simplemente eficiencia. A los profesores solo nos queda el frustrante recurso de usar sistemas de detección de IA, que transforman el rol del profesor en el de policía y, además, fallan y son vulnerables antes o después. Así que lo único que limitará el uso de la IA en la escuela es el miedo a ser descubierto y la posible la represalia, porque ni la adaptación, ni la ética resolverán el dilema que la Inteligencia Artificial ha planteado a la educación.
¿Cuál es entonces la solución? Aplicar al caso de la IA el tratamiento que damos a los problemas de sedentarismo causados por el uso excesivo del coche: usar los automóviles para ir a sitios lejanos y el ejercicio físico para mantenernos en forma. Al hacer esto hemos cambiado el objetivo de la actividad física; ya no es desplazarnos, ahora es mantenernos sanos. Pues bien, debemos hacer algo semejante con las capacidades intelectuales amenazadas por esta tecnología.
Para lograrlo es necesario consolidar la educación como el territorio en el que se aprenden las destrezas que la IA ya tiene, y siguen siendo necesarias para las personas, y también las que la IA no tiene ni tendrá. Y esto sólo será posible en unas aulas lo más más offline posible, justamente al contrario de lo que proponen los que plantean integrar la IA en ellas. Necesitamos una educación que esté centrada en la interacción entre profesores y alumnos y en los aprendizajes que se desarrollen en las clases, porque estos serán los que podremos garantizar. En todas las etapas educativas habrá que leer, escribir, observar, dibujar, razonar, manipular, modelar, tocar, argumentar, debatir, escuchar, calcular, experimentar… pero siempre dentro del aula. Es lo que recientemente se ha llamado el gesto revolucionario de volver al aula. Hace falta una educación en la que se practique un aprendizaje absolutamente síncrono y presencial fomentando la curiosidad y el descubrimiento a partir de la realidad. Hay muchos indicios de que la educación actual, y la sociedad de la que emana, lleva tiempo necesitando volver a contactar con la realidad y esta puede ser la oportunidad de hacerlo.
Esta transformación nos obligará también a trabajar la memoria y el aprendizaje de conceptos porque no se puede desarrollar el pensamiento sin contenidos sobre los que pensar, y será imprescindible relegitimar los exámenes, tanto orales como escritos. Hablamos de una educación que no plantee tareas fuera de las aulas más allá de leer, escribir a mano, dibujar, cantar, hacer ejercicio físico o cualquier otra actividad que reúna estas dos características: ser exclusivamente realizable por seres humanos y producir beneficios intelectuales. Por tanto, la solución es que la educación, en cualquier etapa, se conciba y funcione como un “gimnasio para la mente”, un lugar de actividad intelectual en el que compensemos los deterioros cognitivos que el uso cotidiano que la inteligencia artificial nos va a producir, porque, créanme, la vamos a usar todos y cada vez más. La educación pasaría así a tener como objetivo principal la construcción de la inteligencia usando los conocimientos, porque necesitamos que nuestra mente se desarrolle y no se atrofie para seguir siendo seres humanos.
Y apurando la analogía del ejercicio físico encontramos, además, una esperanza. Porque caminando en una cinta no llegaremos a ningún sitio ni obtendremos más beneficio que el de mejorar nuestro sistema muscular, pero aprendiendo ciencias naturales, lengua, historia o matemáticas para mantener en forma nuestro intelecto, conoceremos algunos de los mayores logros de la especie humana. Y es posible que, además de la mejora de nuestra mente, se despierte en nosotros el deseo del saber y el interés por la realidad que tanto necesitamos. Y esa no es una consecuencia irrelevante, sino la finalidad original de la educación. Porque tal vez esa sea la gran oportunidad que la irrupción de la IA en la educación nos ofrece, no dar un paso atrás, sino volver a lo esencial.
* Pablo Pardo Santano es Profesor titular. Centro Universitario Cardenal Cisneros
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