Protestas en Irán. El precio del protagonismo regional

Mundo · Riccardo Redaelli
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15 enero 2018
Cuando Occidente ha focalizado por fin su atención en las protestas que han estallado en Irán, ha recurrido inmediatamente al precedente de las imponentes manifestaciones de 2009, las de la famosa “revolución verde”, que sacudieron el sistema de poder de esta república islámica.

Cuando Occidente ha focalizado por fin su atención en las protestas que han estallado en Irán, ha recurrido inmediatamente al precedente de las imponentes manifestaciones de 2009, las de la famosa “revolución verde”, que sacudieron el sistema de poder de esta república islámica.

Entonces, millones de personas salieron a la calle para protestar contra la evidente manipulación de los resultados electorales que había llevado a la reelección del presidente ultra-radical Mahmud Ahmadinejad. Entonces, igual que hoy, los pasdaran –la poderosa guardia revolucionaria– reprimieron las protestas con una determinación brutal.

Pero las similitudes parecen acabar aquí, porque los mecanismos que han llevado ahora al estallido de la cólera popular son profundamente distintos. Estos días no se han movilizado las clases urbanas medias y altas de Teherán –solo algunos lo han hecho después, siguiendo la onda de lo que estaba pasando–, ni especialmente los universitarios, que siempre han sido una espina en el costado para el régimen, pues llevan tiempo pidiendo más democracia, libertad política e individual, y quejándose de la cerrazón del país hacia el exterior y de la escasa atención que presta a los más vulnerables económicamente (Irán, a diferencia de la retórica islamista, sigue siendo muy clasista).

La gente que ha salido estos días a la calle proviene en su mayor parte de las clases sociales más débiles. Esos que el régimen, y sobre todo el clero politizado, ha usado siempre como “mano de obra”, gracias a la omnipresencia del sistema clientelar estatal iraní, que ha repartido ingentes cantidades de dinero para mantener a su favor a los grupos más pobres de la sociedad. Además, los desheredados fueron el arquitrabe de la ideología radical jomeinista.

Sin embargo, han sido estos los que han propagado esta protesta, motivada no tanto por la insatisfacción de una “sociedad civil” estereotipada, que se nutre de libertad y democracia, sino sobre todo por las catastróficas condiciones económicas de las capas sociales más débiles, que se han visto aún más empobrecidas por las decisiones del régimen. De hecho, los años en que se alargaban subsidios a manos llenas se han acabado.

La economía iraní es corrupta, clientelar, ineficiente, dominada por fundaciones religiosas y sociedades económicas que gozan de condiciones favorables, distorsionando el mercado e impidiendo la libre competencia. A todo ello se añaden los enormes costes de las sanciones internacionales de los últimos años, que han forzado a Irán a un difícil compromiso nuclear, y los gastos aún mayores para sostener el esfuerzo militar en Siria e Iraq contra el estado islámico y los sunitas. Teherán habrá ganado, al menos de momento, la partida geoestratégica contra sus archienemigos de Arabia Saudí, cuyos movimientos geopolíticos en Levante se han mostrado catastróficos, pero los costes económicos y diplomáticos están siendo casi insostenibles.

El balance estatal está marcado por el declive del precio del petróleo y los costes de las aventuras militares en Oriente Medio. El gobierno del presidente moderado Hassan Rouhani lleva tiempo intentando reducir las cargas económicas, pero con escaso resultado. Por otra parte, Rouhani tiene un margen de maniobra demasiado estrecho. No puede tocar los privilegios de las fundaciones religiosas ni desafiar el excesivo poder de los pasdaran, cada vez más fuertes dentro de un sistema dividido y enfrentado. No tiene un poder real en las decisiones estratégicas ni militares.

La decisión de su gobierno de reducir los subsidios y encarecer los precios de los bienes de primera necesidad ha sido obligada. Es probable que el inicio de las protestas, tal como se dice, haya estado en cierto modo manipulado por los grupos ultraconservadores, precisamente para poner en dificultades al gobierno moderado.

Pero los niveles de rabia popular e insatisfacción contra todo el régimen han llegado a ser tales que las manifestaciones se han escapado a todo control posible. Luego se ha añadido, en las regiones más periféricas, una alarmante tensión sectaria.

En Irán, junto a la mayoría persa y chiíta, conviven muchos grupos étnicos y religiosos minoritarios, entre ellos comunidades árabes-sunitas, kurdos y baluchis. Desde hace tiempo, sauditas, americanos e israelíes alimentan la llama de su insatisfacción, que estos días parecía mostrarse como el fruto de una gran polarización entre sunitas y chiítas. Una radicalización que hasta ahora ha permitido a Teherán reforzarse en Levante, pero que corre el riesgo de debilitar a la república islámica desde dentro.

El conjunto de todas estas motivaciones explica también la violencia de las manifestaciones y las brutales represiones por parte de los pasdaran. Y marca la lejanía de estas protestas respecto a las de 2009. Así como el silencio de las voces reformistas que, de por sí controladas y limitadas, siempre han encontrado la forma de hacer oír su apoyo sobre todo cuando se pedía más libertad y no más pan.

Oasis

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