Probablemente la religión no exista (pero es un requisito indispensable del laicismo)

Cultura · Sebastián Montiel
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17 junio 2010
La religión, como categoría diferenciada de la actividad humana separable de la cultura, de la política y de la economía, es un invento de la modernidad occidental. La distinción entre lo religioso y lo secular como ámbitos estancos de la vida del hombre es un mito moderno. Es una distinción ideológica que se propone como verdad incuestionable y que es necesaria para reforzar una determinada organización social del poder. Ésta es la tesis central, exhaustivamente documentada, de la clarificadora obra que nos ofrece el teólogo católico norteamericano William T. Cavanaugh.

Cuando un romano decía "religio mihi est" (algo así como "esto es religión para mí"), aludía a una gravísima obligación. Pero la religio romana no sólo incluía los ceremoniales de los templos, sino también los juramentos públicos y los ritos familiares, que actualmente serían considerados seculares. Ser religioso y a la vez declaradamente ateo (en el sentido moderno) era algo muy posible, e incluso habitual entre ciertos intelectuales, como tal vez lo sea hoy día, incluso entre los mismos laicistas. Ése fue el caso de Cicerón, que en su obra De natura deorum proponía una explicación sociológica y psicológica del origen de la creencia en los dioses y que, aun así, fue sacerdote y retuvo hasta la muerte su puesto en el Colegio de Augures de la República.

Los primeros cristianos no tuvieron necesidad de la idea de religión. En el Nuevo Testamento de la Vulgata el término religio aparece sólo seis veces. En el Libro X de su famosa De civitate Dei, San Agustín lo emplea para referirse al culto del Dios único y verdadero, pero advierte de su ambigüedad porque, según dice, su "significado normal" tiene que ver en realidad con la lealtad en las relaciones humanas, especialmente entre familiares y amigos.

La cristiandad medieval utilizó poco este concepto y nunca en su sentido moderno. Se hablaba de religión para aludir a la situación del clero ordenado en monasterios y conventos, que era calificado de religioso para diferenciarlo del clero diocesano. En los escritos de Santo Tomás de Aquino, religión era también el nombre una virtud relativamente menor asociada a la justicia (darle a Dios el culto debido) que presuponía el contexto particular de la Iglesia y del orden social cristiano.

En el alba de la modernidad, conmocionado por la violenta caída de Constantinopla ante los turcos en 1453, Nicolás de Cusa escribió su tratado De pace fidei, una propuesta precoz (y seria) de "alianza de civilizaciones" entre los distintos pueblos de la tierra, que se significaban por dar culto de formas diferentes. En esta obra, la religión es algo más amplio que en la época medieval y con un contenido diferente. Pasa a ser un género universal cuyas especies son los diversos credos: cristianismo, judaísmo e islamismo, cada uno de ellos caracterizado por un sistema propio de verdades abstractas. Además, la nueva religión es reducida a un impulso interior presente en todos los hombres y esencialmente distinto de las motivaciones de las actividades llamadas seculares, como la política y la economía.

En los escritos de John Locke nos topamos ya con una división plenamente moderna de lo humano en dos esferas disjuntas: la secular y la religiosa. En su Carta sobre la tolerancia, en donde irónica y luminosamente se propugna la exclusión de los católicos de la vida pública por su peculiar concepción del poder político, el pensador inglés formula con nitidez el ideal normativo de la modernidad occidental: "Distinguir con precisión las tareas del gobierno civil de las tareas de la religión". El estado se ocuparía del "bien común" (obligatorio para cada individuo) y las iglesias, del "interés de las almas" (dependiente de la voluntad de cada individuo). La confusión entre ambas esferas conduciría inexorablemente a la violencia, como demostraban, según él, las llamadas Guerras de Religión.

Está claro, pues, que hasta llegar a ser uno de los dos gemelos del par religioso-secular, la idea de religión ha sufrido importantes cambios a lo largo del tiempo. Ya es importante ver que lo que se considera como religioso depende del momento. (Las procesiones de Semana Santa pueden pasar de ser admirables manifestaciones culturales, si se piensa en los ingresos por turismo, a ser rancios fenómenos religiosos manipulados por los obispos, si los cofrades llevan un lazo blanco contra el aborto). Pero más importante aún es darse cuenta de que la religión es un concepto mutable, en gran medida porque la identificación de lo religioso depende de la configuración social de la autoridad y el poder. (La ley de libertad religiosa que se nos viene encima determina, al parecer, que la cruz es un símbolo religioso y que el velo islámico es "sólo" un indicador cultural). La moderna separación religioso-secular tiende a ocultar estos hechos, más que a explicarlos. 

Por eso, y en el sentido anterior, no es del todo falsa la consigna que últimamente oímos sin cesar, aun en los más piadosos ámbitos, de que "el laicismo es un requisito indispensable para la democracia" (así titulaba una celebrada intervención el filósofo de reverencia – sic, con "v", no con "f"- Fernando Savater la noche del 24 de noviembre de 2009 en mi querida Universidad de Granada, ante un público más previsible que el mismo orador). En efecto, la religión, como brillantemente demuestran Cavanaugh y otros, es una categoría política creada por el mercaestado liberal como alter ego suyo, como un espacio en el cual y por el cual se domestican o se marginan algunas (teóricamente todas) formas de acción social colectiva que exhiben una orientación sustantiva, individualizándolas y convirtiéndolas en asuntos morales, subjetivos y, por tanto, irracionales. Esa ideología creadora de la religión se llama laicismo. Por eso, la religión es un requisito indispensable para el laicismo y, por ende, para el sistema  liberal.

Así se explica por qué algunos organismos oficiales no aplican a las organizaciones laicistas las recomendaciones que ellas mismas hacen encaminadas a impedir el uso de fondos públicos en la promoción de sistemas ideológicos, como los llamados religiosos, que no sean estrictamente estatales. Una adecuada aplicación de tales recomendaciones habría hecho imposible la cara aparición en carne mortal del señor Savater ante los celebrantes de la anticipada Nochebuena del laicismo granadino. La esperada epifanía tuvo lugar también en un pesebre, aunque en esta ocasión no fuera el de Belén, sino el de la Universidad de Granada, donde pacen de vez en cuando, en lugar del buey y la mula, algunos feligreses de Granada Laica y sus filósofos de deferencia – sic, con "d", no con "r".

Por consiguiente, si la religión, como esfera separada de la actividad humana, generadora de violencia esencialmente por su carácter absolutista, disgregador e irracional, es un constructo ideológico liberal que nació en la modernidad para legitimar la progresiva transferencia de poder hacia el estado emergente y su apropiación de la sacralidad de la Iglesia, hablar de "violencia religiosa" sólo puede tener un sentido: desviar la atención de otros tipos de violencia que, por estar generados por el estado moderno occidental, se pueden presentar como democráticos, unificadores y racionales.

Algunos críticos de la obra de Cavanaugh, aun aceptando su demoledora crítica de la narrativa moderna del periodo de las llamadas Guerras de Religión, se preguntan irónicamente si acaso habríamos de volver a la Edad Media y organizar nuestra vida como una teocracia, como si la única alternativa política fuera elegir entre la monarquía medieval y la democracia moderna. Si leen ustedes con atención la perspicaz obra de Cavanaugh, se convencerán de que el problema real de nuestra vida política es que nuestra democracia moderna ya es una teocracia en la que el lugar reservado en el corazón del hombre al misterio de Dios está ocupado por la abominación de la desolación.

William T. Cavanaugh, ‘El mito de la violencia religiosa', Nuevo Inicio, Granada, 2010

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