Preservar la frescura del carisma y un ´pensamiento abierto´ que no pretenda codificar la intuición original del fundador

Mundo · Massimo Borghesi
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4 marzo 2015
En su discurso al concluir el III Congreso Mundial de los Movimientos eclesiales, celebrado en Roma del 20 al 22 de noviembre de 2014, el Papa Francisco señaló tres puntos para un camino de verdadera madurez eclesial: la frescura del carisma, el respeto a la libertad de las personas y la búsqueda de la comunión interna y externa con toda la Iglesia. Si el tercer punto es la condición para toda auténtica misión, el segundo es fundamental para evitar los sectarismos característicos de los fenómenos comunitarios.

En su discurso al concluir el III Congreso Mundial de los Movimientos eclesiales, celebrado en Roma del 20 al 22 de noviembre de 2014, el Papa Francisco señaló tres puntos para un camino de verdadera madurez eclesial: la frescura del carisma, el respeto a la libertad de las personas y la búsqueda de la comunión interna y externa con toda la Iglesia. Si el tercer punto es la condición para toda auténtica misión, el segundo es fundamental para evitar los sectarismos característicos de los fenómenos comunitarios.

En la Iglesia, la comunión nace solo de la libre adhesión, no de cohesiones sutiles o de presiones de la “consuetudo”. Sobre todo hoy, en este tiempo en que la fragilidad psicológica y la inseguridad subjetiva empujan a buscar soluciones no problemáticas, que ofrezcan protección. El Papa considera que “es necesario resistir la tentación de sustituir la libertad de las personas y de dirigirlas sin esperar a que maduren realmente. Cada persona tiene su tiempo, camina a su modo y tenemos que acompañarla en este camino. Un progreso moral o espiritual que se obtiene aprovechando la inmadurez de la gente es un éxito aparente, destinado a naufragar”. La paciencia de los educadores tiene el propósito de formar personalidades libres, ni gregarios ni funcionarios. Aquí el Papa tiene presente no solo la cerrazón asfixiante de ciertos ambientes religiosos, que se caracterizan por el despotismo interno, sino también la burocratización que ha imperado en la Iglesia durante las últimas décadas, con el doble clericalismo de los sacerdotes centrados en su actividad de “funcionarios” y un laicado que es objeto pasivo de decisiones que toman otros. En este sentido, la “era de los movimientos” que vivió la Iglesia en los años 70 y 80 constituyó sin duda un válido contrapeso, una fuente de esperanza para todo el pueblo cristiano.

Los movimientos han demostrado que la renovación conciliar era real, que la Iglesia era una verdadera communio, que la secularización y la descristianización no eran el destino necesario de la modernidad. Sin embargo, pareciera que esa estación ha empezado a declinar, que se ha pasado de la primavera al otoño al mismo tiempo que cambiaba el viejo por el nuevo milenio. No solo el episcopado –por lo menos en Italia– se muestra menos atento a los movimientos eclesiales después del 89 y el ocaso del comunismo histórico, sino que ellos mismos se han “entibiado” progresivamente. Algunos por “separación” del mundo, otros por excesiva “inmersión”, pero las realidades eclesiales laicales han perdido aquel impulso misionero que las había caracterizado. Los principales sujetos que se habían opuesto a la burocratización eclesiástica terminaron condicionados por ella. El resultado es que la vida comunitaria se ha vuelto rígida, quedándose muchas veces en el vacío ritualismo de gestos siempre idénticos, de encuentros programados, de palabras repetidas que han perdido la carne y la sangre. Y todo ello marcado por un progresivo retraerse y cerrarse al mundo.

Este proceso, que afectó a toda la Iglesia durante los últimos veinte años, es el principal objeto de la preocupación del Papa. Él mismo, como General de la Compañía de Jesús en Argentina, conoció bien el riesgo que corre una comunidad eclesial cuando se encierra en sí misma y se vuelve autorreferencial. En la entrevista “Mi puerta está siempre abierta” con el padre Antonio Spadaro, Francisco afirma: “La Compañía es una institución en tensión, siempre radicalmente en tensión. El jesuita es un descentrado. La Compañía en sí misma está descentrada: su centro es Cristo y su Iglesia. Por tanto, si la Compañía mantiene en el centro a Cristo y a la Iglesia, tiene dos puntos de referencia en su equilibrio para vivir en la periferia. Pero si se mira demasiado a sí misma, si se pone a sí misma en el centro, sabiéndose una muy sólida y muy bien ‘armada’ estructura, corre el peligro de sentirse segura y suficiente”. La Compañía, como cualquier movimiento eclesial, no debe proceder a una completa institucionalización del carisma original, ni debe preocuparse por lograr una perfecta organización. “Si somos demasiado explícitos, corremos el riesgo de equivocarnos. De la Compañía se puede hablar solamente en forma narrativa. Solo en la narración se puede hacer discernimiento, no en las explicaciones filosóficas o teológicas, en las que es posible la discusión. (…) El jesuita debe ser persona de pensamiento incompleto, de pensamiento abierto. Ha habido etapas en la vida de la Compañía en las que se ha vivido un pensamiento cerrado, rígido, más instructivo-ascético que místico”.

Lo que Francisco pide a “sus” jesuitas es lo mismo que pide hoy a los movimientos: un “pensamiento abierto”. El padre Antonio Spadaro desarrolló espléndidamente este tema en su “Elogio del ‘pensamiento incompleto’ del Papa Francisco” que se recoge en las Actas del Meeting de Rímini 2014. Un pensamiento abierto es un pensamiento que no pretende codificar la intuición original del fundador. El carisma, desde este punto de vista, solo se puede conservar si no duda en arriesgarse, si se dilata y adquiere formas nuevas, en relación con los tiempos, si se sublima en expresiones cada vez más ricas. Por eso, de los tres puntos que desarrolló el Papa en su alocución a los movimientos, en noviembre de 2014, el más importante es el primero. “En primer lugar, es necesario preservar la frescura del carisma: ¡que no se estropee esa frescura! ¡Frescura del carisma! Renovando siempre el «amor primero» (cf. Ap 2,4). Con el tiempo crece la tentación de conformarse, de volverse rígidos usando esquemas que proporcionan seguridad pero que son estériles. La tentación de enjaular al Espíritu es una gran tentación. Sin embargo, «la realidad es más importante que la idea» (cf. Exort. Ap. Evangelii gaudium, 231-233). Aunque sea necesaria una cierta institucionalización del carisma para su propia supervivencia, no podemos engañarnos pensando que las estructuras externas pueden garantizar la acción del Espíritu Santo. La novedad de vuestras experiencias no consiste en los métodos y en las formas, aunque sean importantes, sino en la disponibilidad para responder con renovado entusiasmo a la llamada del Señor: este coraje evangélico es el que ha permitido el nacimiento de vuestros movimientos y nuevas comunidades. Si las formas y los métodos son defendidos en sí mismos, se convierten en ideológicos, se alejan de la realidad que está en continua evolución. Al cerrarse a la novedad del Espíritu, terminarán por ahogar el propio carisma que los ha generado. Es necesario volver siempre al origen de los carismas: ahí encontraréis el impulso para afrontar los desafíos. Vosotros no habéis creado una escuela de espiritualidad, una institución de espiritualidad o un grupo como los que acabo de decir… ¡No! ¡Un movimiento! Siempre en camino, siempre en movimiento, siempre abierto a las sorpresas de Dios que están en sintonía con la primera llamada del movimiento, de ese carisma fundamental”.

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