Preguntas abiertas

Mundo · Francisco Medina
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9 septiembre 2020
Cuando el estado de alarma llegaba a su fin y comenzaba la llamada “desescalada”, llegué a pensar que lo peor había pasado, que íbamos a ir volviendo poco a poco a la normalidad, a retomar nuestra vida de antes: vivir en casa como si no hubiese pasado nada, ir a trabajar como antes, salir de paseo, ir con amigos, ir a la iglesia…como antes del confinamiento.

Cuando el estado de alarma llegaba a su fin y comenzaba la llamada “desescalada”, llegué a pensar que lo peor había pasado, que íbamos a ir volviendo poco a poco a la normalidad, a retomar nuestra vida de antes: vivir en casa como si no hubiese pasado nada, ir a trabajar como antes, salir de paseo, ir con amigos, ir a la iglesia…como antes del confinamiento.

Pero no ha sido así.

La verdad, tal como han ido desarrollándose las cosas, no podía ser de otra manera: con el ocio nocturno, las salidas de vacaciones a la playa, o las reuniones familiares y de grupos de amigos, los contagios se han disparado, los ingresos hospitalarios han subido y en algunos municipios se ha vuelto a lo que parece ser un nuevo confinamiento. La segunda ola ha llegado para quedarse, con un inicio de curso aciago e incierto en los colegios -con un más que probable incremento de los contagios- y, en lo político, lo económico y lo social, aún no hemos visto nada de lo que se avecina.

Es difícil asimilar la huella de los 50.000 muertos que el coronavirus ha dejado en estos meses. Detrás de las cifras está el rostro de gente que, directa o indirectamente, hemos conocido (padres, madres, hijos, abuelos, primos, hermanos, vecinos, amigos, compañeros de trabajo, conciudadanos…); el dolor de sus familiares, las secuelas de aquellos que lo han padecido, el miedo de los mayores que viven solos o en residencias…

¿Hemos aprendido algo de todo este tsunami?

Me temo que estamos estancados. Inmersos en nuestras peleas ancestrales. El COVID-19 ha desatado otros virus latentes en nosotros: el hooliganismo político, (pongo de Fiscal General del Estado a uno de los nuestros; de Secretarios de Estado, Subsecretarios, Secretarios Generales Técnicos, Directores Generales, y demás, a gente de los nuestros; construyo un relato histórico que legitime a los nuestros; utilizo las cátedras y Departamentos de las Universidades para poner a uno de los nuestros; creo Comisiones de investigación para dar caña a los otros y oculto los pecados de los nuestros; en los Plenos del Congreso y del Senado maniobro para proteger a los nuestros y lincharles a ellos); el hooliganismo social (el individualismo tan concreto del consumo de las plataformas digitales; el móvil como referencia cognoscitiva; la inmediatez de los mensajes colgados en Twitter…) y el hooliganismo económico, traducido en una obscena veneración de una concepción economicista de la libertad en las relaciones y transacciones comerciales, fruto de esa economía líquida.

En España, hemos vivido muchos años de forofismo: frente a la ensoñación ideológica de un hombre nuevo que el PSOE de Rodríguez Zapatero había alentado, el Partido Popular de José María Aznar y Mariano Rajoy sólo ofrecía tecnocracia y un capitalismo irresponsable de los amiguetes, y dejó completamente abandonado el tema educativo y social, ahondando en el páramo cultural en el que estamos, fruto de una endogamia corrosiva que ha penetrado hasta la médula en nuestra sociedad y se ha reflejado en el mundo educativo y en nuestras universidades.

Nuestro modo de estar (que es también, en el fondo, el mío) tiene consecuencias: ir a nuestro aire nos ha pasado factura no sólo en un aumento fuerte de los contagios. En lo económico, y frente a muchos defensores de la autorregulación y de una libertad de empresa desvinculada de los otros, el Papa Francisco ha sido profético: esta forma de hacer economía mata, ha matado, tanto el cuerpo como el alma de muchos, y ha ocasionado serios daños medioambientales. Como Z. Bauman ha constatado, nuestro ocio, nuestro estilo de vida, nuestra forma de comprar, de consumir… en la que la comunidad no tiene cabida o se problematiza de forma permanente, son reflejo de un individualismo que nos debilita y nos deja solos.

En este período nuevo, cargado de incertidumbre, se me presentan claramente insuficientes las viejas recetas (“es la economía, estúpido”) de un desarrollo económico, de una concepción de libertad como valor supremo e ilimitado, que se nos presentó como una panacea. La realidad es que la puesta en cuestión indiscriminada y acrítica de los cuerpos intermedios (familia, sociedades, cooperativas…), realizada por el pensamiento ilustrado del siglo XVIII, ha acabado generando una cosificación destructiva de las relaciones con las cosas y de las relaciones humanas. Y ha separado al hombre de sus vínculos.

En este punto, el principal reto que tenemos es el de tener coraje para mirar al fondo de nuestra conciencia y cuestionarnos muchos de los planteamientos que hemos asumido (entre ellos, pensar que nuestra garantía de libertad de estar en el mundo se identificaba con el liberalismo económico y social). Cuesta reconocerlo, pero también los católicos tenemos nuestra cuota de responsabilidad: fuertemente concienciados en temas de bioética y valores no negociables, y habiendo hecho hincapié -muchas veces de forma unilateral- en la libertad educativa, hemos llegado a pensar que, en el fondo, la cuestión de la pobreza, la inmigración o la trata de personas, o una economía de rostro humano no iba con nosotros.

Tendremos que asumir, en un momento histórico en el que la presencia de la Iglesia en España está disminuyendo a pasos agigantados, que una mentalidad de ghetto -fruto de una concepción de las iniciativas eclesiales que bebe de esa lógica del goodfellas (uno de los nuestros) tan scorsesiana- empobrece la creatividad e incapacita para nuevas relaciones. Estamos jugando orsay desde hace muchos años.

Soy consciente de que no es fácil vivir a la intemperie. Cuando pienso en mi historia personal, me vienen a la memoria muchas de mis actitudes, mis esperanzas y miedos, y formas de pensar de las que me había impregnado. Llegas a disfrutar y a enamorarte del refugio existencial y espiritual en el que te instalas cuando lo fías todo a un ámbito exclusivo de personas, de carne y hueso, de relaciones -líquidas, al fin y al cabo- o a fórmulas ya conocidas de religiosidad do ut des. Con el tiempo, te van pasando cosas y te das cuenta de que este mundo no era real, y, por tanto, no ha dejado poso, porque no te vinculaba con la realidad, que siempre es dolorosa, pero más humana, cuando mantienes las preguntas abiertas.

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