Por qué releer Antígona de Sófocles: dos notas

I.
Hay una opinión muy difundida, y ciertamente poco razonada, de que solo lo último, lo nuevo, merece nuestra atención. Esto silencia el criterio de calidad; como si el reloj, por el hecho de hacer avanzar sus manecillas, nos indicara infaliblemente lo mejor, siempre a un minuto por delante. ¿Pero no reconocemos calidad en aquello que conmueve fuerte nuestra intimidad, o quizás la inunda de profunda calma o de añoranza? Gran descubrimiento o acontecimiento, lo llamamos; pero puede llevar miles de años esperándonos. Antígona, de Sófocles, lo fue para mí.
II.
Pide Antígona una apertura de mente, y de sensibilidad. Ella misma nos la ensancha si le dejamos. Nos lleva a un mundo extrañamente lejano y cercano a un tiempo; un lugar casi desnudo, reducido a cuatro referencias: la ciudad, las murallas, la intemperie, la tumba… relaciones familiares que bien conocemos, conflictos políticos que son siempre de la dignidad y la libertad; vicios y virtudes; y un lenguaje justo, directo y escogido al detalle para traer bellamente un drama grande, a cuya sombra se pueden cobijar nuestros penumbrosos dramas cotidianos, a menudo informes, necesitados de una luz que los sustancie o disuelva su mezquindad. Antígona pide un tempo de lectura sosegado, y entonces, con sus bellas metáforas, con sus diálogos cortantes, acerados por la urgencia de la verdad, con su unidad de sentido, puede ser esa luz liberadora de la conciencia, y propiciatoria de la auténtica catarsis literaria.