Editorial

Por la desigualdad ecológica

Editorial · Fernando de Haro
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2 diciembre 2019
Arranca la Cumbre del Clima COP25 que tenía que haberse celebrado en Santiago de Chile, pero que al final va a tener lugar en Madrid. Durante dos semanas se debatirá en la capital de España cómo conseguir que la subida de la temperatura se limite a 1,5 grados. Los objetivos del Acuerdo de Paris con los que se buscaba limitar el ascenso de la temperatura a 2 grados han sido superados en muy poco tiempo. El Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (Pnuma) sostiene que, con las emisiones actuales, la temperatura global subirá 3,2 grados. Los compromisos nacionales para reducir esas emisiones son insuficientes.

Arranca la Cumbre del Clima COP25 que tenía que haberse celebrado en Santiago de Chile, pero que al final va a tener lugar en Madrid. Durante dos semanas se debatirá en la capital de España cómo conseguir que la subida de la temperatura se limite a 1,5 grados. Los objetivos del Acuerdo de Paris con los que se buscaba limitar el ascenso de la temperatura a 2 grados han sido superados en muy poco tiempo. El Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (Pnuma) sostiene que, con las emisiones actuales, la temperatura global subirá 3,2 grados. Los compromisos nacionales para reducir esas emisiones son insuficientes.

Habrá reuniones de alto contenido técnico, pero también un enfrentamiento ideológico sobre los modelos de desarrollo más convenientes. Escucharemos, de nuevo, a Greta Thunberg acusando a muchos de no estar dispuestos a abandonar su forma de pensar cuando La Tierra está en riesgo. Las profetisas, aun cuando sean laicas, siempre utilizan un lenguaje duro e incómodo. Son necesarias. La situación es dramática.

Lo que no es tan necesario, ni siquiera conveniente, es lo que Ramón del Castillo llama en su libro `El jardín de los delirios` una forma de ecología que ha convertido “la naturaleza en el nuevo foco de atención del mercado de la religión y de la religión del mercado”.

La teologización de la ecología no es ni mucho menos un fenómeno nuevo. Y ahora que todos tenemos que luchar seriamente por la descarbonización y por la modificación de nuestro sistema energético, ahora que hay que debatir con calma sobre los cambios sociales que esa lucha implica, es necesario, como señala Manuel Arias Maldonado, liberar “a la causa ambiental de la hiperideologizacion” .

Quizás convenga retomar el debate que se produjo hace treinta años (este no es un asunto nuevo) en Estados Unidos. Y ahí destaca la figura de Murray Bookchin, el ya desaparecido ecologista social que se inspiraba en una matriz libertaria y anticapitalista. Un año después del desastre de Chernobil, Murray Bookchin asistió a un congreso de los verdes norteamericanos. Se quedó tan sorprendido de lo que escuchó en esa reunión que dedicó uno de sus libros (Rehacer la sociedad. Senderos hacia un futuro verde) a responderlo. En aquel congreso uno de los ponentes defendió la necesidad de “obedecer a las leyes de la naturaleza” porque la gente era la amenaza. Era la misma tesis que Bookchin había encontrado en una exposición del Museo de Historia Natural, en la que “al público se le exponía una larga serie de presentaciones y se terminaba con una instalación con un cartel asombroso: el animal más peligroso de la Tierra. La instalación consistía en un espejo gigantesco que reflejaba al visitante humano”.

Boockchin denunció, en nombre de la ecología social, la extensión de “la ecología profunda” fundada por el escalador Arne Naess. Esta ecología profunda está basada en el “igualitarismo biosférico” para el que los seres humanos no tienen mayor derecho a la vida que los organismos no humanos. El respeto a la Madre Tierra, con estos y otros autores, se “cargaba de mitos biocéntricos” provenientes de una creencia budista y taoísta en una unidad tan cósmica que los seres humanos con toda su peculiaridad son disueltos en una forma de igualdad biocéntrica omnicomprensiva”.

Esa ecología profunda llevó luego a David Foreman a defender tesis disparatadas como que la solución era reducir la población humana, dejando a la malaria y a las hambrunas vía libre para compensar la sobreexplotación. Toda esta “teología de la naturaleza” parte de la premisa de que hay un conflicto inherente entre la sociedad y la naturaleza, no un problema causado al medio natural por un desarrollo social mal planteado. ¿La crisis ecológica es provocada por la humanidad misma o por un determinado modo de explotar los recursos (de gestionar los modos de producción)? La pregunta parece muy elemental pero a veces es difícil responderla según el tipo de discursos que se oigan. Para la ecología profunda los pobres y los ricos son igual de culpables de la destrucción de la Madre Tierra y no hay modo de hacer política medioambiental que sea, a la vez, política social. Probablemente denigrar a la humanidad en general sea el mejor modo de huir de los problemas que crea afrontarlos.

La denuncia de Bookchin sigue más vigente que nunca. El norteamericano apostaba por una ecología menos filosófica y más apoyada en la teoría social. Eran buenos propósitos pero la concepción y la acción no son separables. En cualquier caso su filosofía ecológica era lúcida cuando afirmaba que los humanos no somos una amenaza para la naturaleza porque expresamos “los mejores potenciales creativos” de esa naturaleza. Nuestra modificación de los ambientes son una “extensión creativa de una naturaleza plenamente autoconsciente”.

Es muy significativo que un estadounidense libertario de los años 70, como Bookchin, venga a rescatarnos de la igualdad biocéntrica subrayando la singularidad del yo, su carácter de “naturaleza autoconsciente”. Esta desigualdad, nuestro ser diferentes, ya no se recupera como hace treinta años en discusiones de gabinete. Hace falta una experiencia muy fuerte, muy distinta, muy evidente de esa desigualdad.

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