Por elevación
La política española se vio sacudida la semana pasada por un extraño discurso. Un discurso cada vez más sorprendente en ciertos ámbitos políticos europeos, colonizados por la polarización de los contrarios que se vive en Estados Unidos. La inoportuna moción de censura de Vox, partido afín a todas las formaciones antieuropeas, no tenía oportunidad de prosperar. No podía relevar en la presidencia del Gobierno a Sánchez. Su objetivo era reforzar al nuevo partido y ganar terreno a la derecha clásica del PP. Cuando su líder parecía arrinconado, pronunció una intervención rara en estos tiempos. Casado criticó la voluntad de crear bloques cerrados, de enfrentar, de romper la convivencia común. Palabras que en otro tiempo hubieron sido habituales. Sonaron nuevas después de que el polo de la izquierda y del nacionalismo se haya estado retroalimentado de las posiciones de una derecha cada vez más radicalizada por la aparición de Vox. Casado rompía de forma contundente con el partido que toma como referencia a Trump, que rechaza cada vez más a la Unión Europea. Hasta hace unos días, el líder del PP intentaba no perder votantes contemporizando con el partido que reclama un nuevo centralismo. Pero ha decidido que el mejor modo de ofrecer una alternativa no es confirmar el centrifugado de la vida política. De momento la rentabilidad en intención de voto no ha sido muy grande. No ha recuperado a muchos de sus antiguos votantes que se confirman en sus posiciones. Pero ha mostrado voluntad de romper la dialéctica de polarización entre contrarios que tanto daño ha hecho al país. Y ha desenmascarado la retroalimentación de los externos que favorece la radicalización de la izquierda. Otra cosa es que sea capaz de materializar su declaración de intenciones. No lo tiene fácil.
Vox, la tercera fuerza política en España, bebe de diferentes corrientes. Una de ellas, la menos dañina, es un nacionalismo español de corte conservador que antes estaba cómodo en el PP. Otras conectan con el tipo de reacción que llevó a Trump a ganar las elecciones en Estados Unidos hace cuatro años. También hay católicos que intentan copiar la respuesta de algunos católicos y protestantes estadounidenses a la llamada “hegemonía progresista”. Sensibilidades, como los de la izquierda populista, que reflejan el mismo fenómeno: el consenso en torno a los valores universales que sustenta la democracia ha ido adelgazando hasta llegar a la anorexia.
Hace cuatro años los resultados en ciudades como Kenosha (Wisconsin) o los suburbios de Detroit (Michigan) le dieron la victoria en el voto electoral, que no popular, a Trump. Eran zonas demócratas que apostaron por Obama en su momento y que votaron al republicano. Se ha descrito hasta la saciedad cómo el péndulo pasó de un lado a otro por razones emocionales, por un sentimiento de abandono ante los efectos de la globalización. No había ya una base común de valores compartidos que detuviera a los votantes ante las posiciones de Trump. Muchos vecinos de Kenosha, donde las protestas contra el racismo han sido respondidas con milicias privadas, tenían más motivos para estar enfadados que para buscar la moderación.
Los pendulazos entre contrarios, que ya no reconocen la necesidad de incluir al otro en las soluciones ni el principio de realismo democrático, dominan desde hace años la política estadounidense. Los neocons, que tanto influyeron en Bush, querían imponer una democracia abstracta por medio de una guerra en Iraq. Buena parte del movimiento antiguerra y pro-Obama olvidaba que, en nombre de lo que consideraba justo, estaba criminalizando a una buena parte del país. En esta polarización de contrarios es frecuente que algunas instancias católicas y protestantes no actúen buscando, como sería lógico, una nueva síntesis de contrarios por superación. La verdad, entendida como una serie de principios que no tienen en cuenta las circunstancias históricas, debe abrirse paso. Se suele entender esa verdad absolutizando unos aspectos y, sobre todo, sin tener en cuenta la libertad. Si no se acepta lo que se considera innegociable, se busca protección con demasiada rapidez en la objeción de conciencia. El proceso de disolución se acelera.
En este momento de descomposición de los fundamentos tácitos de la democracia, aumentar la dialéctica de los contrarios agrava el problema y no contribuye a la solución. La contraposición de identidades, la “defensa de los derechos de la verdad” sin tener en cuenta la libertad, la oposición entre mercado y Estado, entre Estado y sociedad civil, entre derecho a la educación y libertad de enseñanza, entre lo global y lo local, entre seguridad sanitaria y seguridad económica… (la lista es casi infinita) es un síntoma de miedo o de falta de fecundidad. Porque de lo que se trata es de superar la polarización de contrarios no por la victoria de una las partes sino por la generación de algo nuevo. Por elevación.