¿Por dónde empezar cuando el pueblo se siente traicionado?
Francisco estaba al lado de la presidenta Michelle Bachelet, en la Plaza de la Constitución, bajo el balcón desde el cual hace 31 años el general Pinochet tendió la más vergonzosa trampa a Juan Pablo II, obligándole a hacerse una foto que le perseguiría durante años, agitada cuando se le quería contar entre los anticomunistas más feroces, o acusarlo de connivencias o de amistades hipócritas con dictadores y asesinos. Cualquier chileno sabe que todo se planeó minuciosamente para no dejar otra opción al Papa, que se vio empujado a asomarse con el dictador. Un episodio que ha pasado a la memoria colectiva chilena como el “balconazo”.
La primera cita pública del papa argentino se ha producido en un clima diferente. Él se ha presentado desarmado, consciente de las muchas expectativas que su visita ha generado, pero también de la gran desconfianza por parte de la opinión pública. Una característica chilena, como ha admitido la presidenta saliente, que en el Patio de los Naranjos, ante 700 diputados y representantes de la sociedad civil, hablaba de un Chile distinto después de pasar del dolor a la esperanza, del miedo a la confianza. Un Chile de contornos desconocidos donde Bergoglio ha decidido entrar admitiendo errores y pidiendo perdón. En un país indignado por los delitos sexuales que han implicado a sacerdotes y religiosos, en una iglesia herida por el escándalo del padre Fernando Karadima, condenado por abusos a menores, dividida por el nombramiento de uno de sus hijos espirituales como obispo. Ha expresado su dolor y vergüenza por el daño irreparable causado a los niños por parte de ministros de la iglesia.
El Papa Francisco ha pedido perdón y ha invitado al episcopado a apoyar a las víctimas, a escuchar a los pequeños que esperan respuestas reales para un futuro digno. Un movimiento sorprendente que indica el camino, el único posible, no solo para una Iglesia chilena con una credibilidad en caída libre, sino para toda la nación. Se pudo comprender mejor después, en una catedral llena de monjas, frailes, seminaristas y sacerdotes, donde el Papa pronunció uno de los discursos más hermosos de su pontificado, a una Iglesia herida y humillada. Un texto articulado sobre la vida de Pedro y la primera comunidad. En el altar estaban el obispo Bernardino Piñera, el más anciano del mundo a sus 101 años, y monseñor Juan Barros, el cuestionado pastor de la diócesis de Osorno. Y muchos hombres y mujeres esperando la consolación de un padre, abatidos, confusos y turbados. Exactamente igual que Pedro tras la muerte del maestro. El pontífice es como un padre que conoce el dolor de sus hijos y, con voz suave, mira de frente la cuestión de los abusos, el dolor de las víctimas, las comunidades heridas, pero también la vergüenza de los sacerdotes insultados en el metro o en la calle. Pide coraje y lucidez a la hora de llamar a las cosas por su nombre, y no “quedarse rumiando la desolación”.
Igual que Pedro, perdonado por Jesús, la Iglesia chilena está llamada a afrontar sus debilidades, fortificada por la misericordia de Dios. Porque la Iglesia de Francisco no es una Iglesia de superhéroes sino de hombres y mujeres perdonados, que encuentra a Jesús Resucitado en sus propias heridas. Una Iglesia con llagas, capaz de comprender las heridas del mundo, acompañarlas y sanarlas. Una Iglesia imperfecta que pone en el centro a Jesucristo. Una Iglesia que es libre porque ha sido liberada, no elitista sino formada por pastores y consagrados que se compadecen. Una Iglesia transfigurada, como Pedro, por la Resurrección. Una lección para todos aquellos, entre los que podemos contarnos también nosotros, que persiguen y aman situaciones ideales, sin entender que solo se puede amar a las personas. Reconocerse pecadores es el primer paso para descubrirse hombres.