Editorial

Políticos, no intachables

Editorial · Fernando de Haro
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1 octubre 2018
La España de Pedro Sánchez tiene un aire a la España y a la Italia de los años 90, al último Felipe González y a la época de Mane Pulite. No hay que agrandar las similitudes. El Gobierno socialista no está al fin de una larga época de más de diez años en el poder, acosado por una gran fatiga de materiales y por los casos de corrupción. Tampoco hay un sistema judicial que en nombre de la limpieza de la política se extralimite en sus competencias y tenga el objetivo de acabar con un cierto sistema de partidos.

La España de Pedro Sánchez tiene un aire a la España y a la Italia de los años 90, al último Felipe González y a la época de Mane Pulite. No hay que agrandar las similitudes. El Gobierno socialista no está al fin de una larga época de más de diez años en el poder, acosado por una gran fatiga de materiales y por los casos de corrupción. Tampoco hay un sistema judicial que en nombre de la limpieza de la política se extralimite en sus competencias y tenga el objetivo de acabar con un cierto sistema de partidos.

Pero sí arde con intensidad una hoguera nacional en la que presuntas irregularidades cometidas por los miembros del Gobierno –ninguna de ellas constitutiva de delito– quema la actualidad, la vida de los partidos, la opinión publicada. Los medios se lanzan día tras día a rescatar y a detallar la última incorrección cometida en algún momento de su pasado por un ministro o por el presidente (trabajos académicos plagiados, conversaciones con policías corruptos, sociedades para pagar menos impuestos). La oposición exige dimisiones hasta que aparece, a las pocas horas, el siguiente caso. No se hace política ni por parte del Gobierno, que no tiene apoyo parlamentario para hacerla, ni por parte de la oposición que solo alimenta la polarización a la espera de que la caída de Sánchez sea inminente. Como en los años 90, se exige una ética que olvida la principal regla moral en política: el bien del pueblo.

Sánchez arde en su propia hoguera de inalcanzable intachabilidad. Para comprender la situación es necesario recordar cómo el socialista llegó al Gobierno. Lo consiguió con solo 84 diputados (de un total de 350) tras la sentencia del caso Gürtel que daba por probada la financiación ilegal del PP y que condenaba al partido (si bien por un ilícito civil y en dos supuestos pequeños). La sentencia de la primera época de la Gürtel conocida en mayo no es la más dañina para el PP en términos jurídicos. Mucho más demoledores son las posibles tramas que se investigan en Madrid o en Valencia. Pero el PP no supo ver el cambio radical que se ha producido en la opinión pública en los últimos 25 años. Después de una gravísima crisis y del cuestionamiento de las instituciones por parte del populismo, la tolerancia a la corrupción es mínima. Rajoy no quiso verlo, no quiso pedir perdón y el resucitado Aznar sigue negando cualquier irregularidad. La soberbia de un partido que había prestado grandes servicios al país facilitando una alternancia y respondiendo a los desafíos de la crisis (como habían hecho los socialistas durante los 80) le impidió pedir perdón. Le impidió reconocer que a nivel regional los muchos años en el poder (coincidentes con el boom inmobiliario) desarrollaron una cultura en que la financiación irregular y, sobre todo, las comisiones para beneficio particular no eran extraños. Las urnas daban sensación de impunidad.

Como el PP en los 90, con una opinión pública más sensible a la corrupción, Sánchez llegó hace tres meses a la Moncloa montado en el caballo de una regeneración que ahora le patea. No quiso distinguir grados en la corrupción, casos investigados de casos sentenciados. Delitos de cosas feas.

La partitocracia que invade la justicia, las universidades, las organizaciones empresariales y sindicales domina también la percepción moral de la opinión pública o publicada. Es necesario que haya limpieza en la política, pero el hecho de que esa limpieza no se distingue de una intachabilidad imposible es prueba de que la vida pública está dominada por una gran abstracción. El criterio no es la vida real de la gente. Haber convertido una mala tesis del presidente del Gobierno en el centro del debate público durante semanas es síntoma de una anomalía: la vida política está alejada de un país que necesita urgentes reformas (en educación, en natalidad, en el sistema de pensiones, en el sistema productivo, en la laicidad como narración de identidades) y debates muy serios para que los próximos años no provoquen una nueva debacle. En la España real hay un proyecto de secesión de Cataluña, una generación entera que duda de su futuro (con el suicido como mayor causa de muerte) y que en gran medida no cree en el sistema constitucional, un cambio en el ciclo de los tipos de interés, un mercado laboral ineficiente y el reto de una pluralidad creciente sin criticidad cívica. En la España real hay una sociedad en marcha que es colonizada por una agenda cada vez más ajena y que tiene nostalgia de la política.

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